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uizás sea al único que le ocurre, pero les tengo que reconocer que estas costumbres importadas que no se caracterizan precisamente por hacernos mejores personas sino única y exclusivamente como impulso al consumismo desenfrenado, me dan, más que pereza, dolor de tripas.

Dolor porque, aunque los grandes estudios de opinión destaquen, de forma reiterada, que la cuestión medioambiental y que la lucha contra el cambio climático es una de las prioridades de la ciudadanía, a la postre, me doy cuenta, o al menos así lo percibo yo, que esa sensibilidad o preocupación manifiesta dura lo que tarda en apagar la grabadora el encuestador. De otra forma, no hay modo de entender la locura del dichoso Black Friday que nos acosa por tierra, mar y aire con ofertones sobre las mayores chorradas que podamos imaginar y lo que es peor, los consumidores, al menos, muchos de nosotros, picamos en el anzuelo.

Dolor, igualmente, el que me genera que centros comerciales como Garbera en Donostia sigan ampliándose y conformando una nueva ciudad comercial donde la oferta de ocio y hostelera es tan potente que ahondará, aún más, la imparable debacle del comercio local ubicado en la trama urbana. Precisamente, ese tipo de comercio que los encuestados dicen defender y que los políticos dicen impulsar. Por cierto, más allá del imprescindible uso del vehículo privado para acceder a este tipo de megacentros comerciales, yo miro a lo mío, constatando que en esa nueva ampliación del centro comercial abundan las famosas franquicias americanas de comida rápida, nada saludables, mientras la gastronomía local brilla por su ausencia o tiene una presencia testimonial. Un paso atrás, en mi opinión, en la imagen de Donostia como capital gastronómica que sitúa a estas dichosas cadenas americanas en los sitios más icónicos. En fin, serán los derroteros de la nueva modernidad.

Dolor, igualmente, el que me genera observar cómo los baserritarras y resto de productores agrarios, bien sean horticultores del Mediterráneo, olivareros del sur, fruticultores del este, cerealistas del centro y ganaderos del norte, se ven nuevamente abocados a movilizarse, lazo verde en la pechera y tractor a la carretera, al comprobar que son continuamente vejados por aquellas empresas industriales que les adquieren su producción para luego manipularla o venderla a la distribución y comercio organizados e, igualmente, por estas últimas, que banalizan los alimentos con tal de mejorar su cuota de mercado.

Las empresas, sean de iniciativa privada o cooperativa, abonan a sus proveedores el coste de los envases, de la energía eléctrica, de los servicios de mantenimiento, de las consultoras, del gasóleo de sus furgonetas o camiones, etc. y, una vez sumados los costes laborales de la empresa, currelas y directivos incluidos, y añadido el beneficio industrial, fijan el precio que establecen a sus compradores. Eso sí, en todo este proceso de fijación de precios hay una única excepción y es el proveedor de la materia prima, los verdaderos primos de la historia, quienes se ven forzados a reducir sus precios, aún a costa de entrar en pérdidas, si con ello el entramado empresarial restante cubre el nivel de ingresos suficiente para mantener abierto el negocio.

El precio por abonar al productor agrario es el colchón con que juegan los industriales y la distribución para cuadrar sus cuentas. El coste que se puede reducir hasta el infinito si con ello cuadramos las cuentas y lograr, así, mantener en marcha la fábrica o tienda.

Eso sí, en el momento en que los productores se ponen en su sitio, firmes, dispuestos a defender su dignidad a través de unos precios dignos, los hay que, en un alarde de sinvergüencería, sin sonrojarse lo más mínimo, apuntan la necesidad de que los gobiernos, el que sea, del nivel que sea, del color que sea, se impliquen a través de un suculento reparto de ayudas con los que calzar o sujetar el andamio productivo para que no se derrumbe.

Los productores no pueden, en opinión de estos listos, derrumbar, ni caer ni, lo que es más llamativo, dejar de producir porque, en caso contrario, su maquinaria se para y, con ello, todo su chiringuito se viene abajo. Los productores, en su opinión, deben seguir sembrando, cosechando, ordeñando, etc., aunque sea a pérdidas, con ayudas y sin ellas, para que la potente industria agroalimentaria, exportadora neta y punta de lanza de la economía estatal, siga con su rueda bien engrasada. Una vez más, lo macro va viento en popa, mientras lo micro, sufre, en su fuero interno y diminuto.

Todos ellos, los listos, son conocedores de la extrema situación que están viviendo los productores, sean del subsector que sean, pero aún así, se cierran en banda a reaccionar y hacer algo tan sencillo como pagar por las cosas lo que realmente cuestan.

Al consumidor, por muy alarmante que sea la situación por la subida del IPC, hay que decirle las cosas bien claras y recordarle que la alimentación es esencial en sus vidas y que, por lo tanto, no la pueden tratar con la misma prioridad que tratan otros aspectos como pueden ser el ocio, los viajes, la moda, etc., y debemos dejar de lado la alimentación low cost para poder viajar en avión a Mallorca por 9 euros, esquiar en el Pirineo, hacer las compras de Navidad en Londres y/o iniciar el nuevo año en el Caribe. Todo, como decía nuestro padre, no se puede. Por lo tanto, la gente, los consumidores, debemos priorizar nuestro gasto en función de las prioridades que decimos tener y sólo así, consecuentemente, la alimentación recuperará el sitio y la importancia que hace mucho perdieron en favor de esas otras pseudo-prioridades.

En fin, que me disperso. A lo que iba. Vayan comprando tela verde para ir haciéndose unos lazos para exteriorizar nuestro malestar y nuestro enfado ante tanto listo.