ncontré mi primer trabajillo con 16 años montando hinchables a través de mi amiga María. Fue en el verano de mis 19, cuando empecé en un empleo de verdad como peón gracias a que el dueño del taller era de la cuadrilla de mi padre. El primer curro posuniversidad me lo ofreció la ONG en la que ya había sido voluntario. Y así, podría seguir con casi toda mi vida laboral. Sin caer en la falsa modestia, soy muy consciente de que, como la mayoría, las oportunidades laborales nos han surgido gracias a nuestra red de amistades. Luego hay que aprovecharlas pero, como en las cartas, con una buena mano, siempre hay más posibilidades. Tener empleos no precarios nos permitió a mi mujer y a mí saltarnos la cola de las otras cuatro parejas que pretendían la que hoy es nuestra casa. El que antes pagase la señal de 6.000 euros se la quedaba. Negociando la hipoteca, confirmé que tener trabajo estable permitió que nos la concedieran. El empleo y la vivienda fueron lo que más marcó mi juventud y no la selectividad.

Que un joven no tenga la nota para estudiar lo que quiere es un fastidio, pero no es el acabose. La descripción que algunos medios dan a esta prueba es exagerada. Ponemos un peso extra a la gran responsabilidad que ya sienten los chavales y sus padres cuando, si uno mira su vida y la de su entorno en perspectiva, no es para tanto. Decir a jóvenes que van a vivir más allá de los 100 años que se juegan su futuro en una prueba roza la mentira. Su vida, como la nuestra, se verá claramente marcada por tres factores: el principal, la cuna en la que nacieron, y otros dos muy relacionados con este además de su esfuerzo, como son tener trabajos de calidad y salir de casa de los aitas antes de los 30. Esta sí es la otra selectividad que determinará su futuro, y reducir su influencia, la asignatura pendiente en nuestra sociedad. l