a maleta con ruedas tiene doble personalidad. En el suelo de un aeropuerto se desliza silenciosa con suavidad. En cambio, cuando uno sale al asfalto es como si se transformara. No llega a pararse en seco como los carros de esos supermercados que para evitar su robo se quedan bloqueados, pero moverla se asemeja más a tratar de sacar a un niño de las barracas. Además, el sonido casi imperceptible de las ruedas, se convierte en un ruido constante en cuanto te toca tirar de ella sobre las diferentes baldosas y los suelos empedrados de nuestros pueblos. O eres harrijasotzaile y puedes cargar con ella, o te comes la vergüenza y tratas de no pensar en la bulla que provoca el traqueteo de los ruedines. Creo que es una buena metáfora de la cara y la cruz que nos supone el turismo. Una vez superado lo peor de la pandemia, no parece que haya inflación que detenga las ganas de salir de casa de miles de personas. Los hoteles y otros alojamientos turísticos recobran su vida. Personas que estaban en paro se alegran cuando, por fin, el teléfono suena y les comunican que mañana empezarán a trabajar en esos establecimientos o en cualquiera de los cientos de empresas que de una u otra forma, viven del turismo. Pero igual de evidentes que los beneficios que tiene el turismo, lo son sus consecuencias negativas. Plazas, calles o todo un casco histórico, nos recuerdan más a los paseos artificiales de los parques temáticos. Los precios suben. Las tiendas y los bares se orientan al de fuera. Los que nacieron allí se sienten expulsados o invadidos. Ajenos en su propia casa, soportando comportamientos no siempre cívicos bajo su balcón o en la vivienda turística que tienen en el piso de arriba. ¿Cómo conciliar la necesaria actividad económica con todo esto? ¿Quién y cómo le pone puertas a este campo? Y, sobre todo, ¿quién quiere dejar de viajar y ser turista? l