os colegios ya han cerrado su período de nuevas matriculaciones. No hay que ser experto en matemáticas para saber que pintan bastos para muchos centros. Aunque quede feo reconocerlo con una natalidad que desde hace tiempo está por los suelos, las escuelas llevan años compitiendo entre ellas. Las últimas semanas hemos encontrado sus anuncios en los medios, Internet y paradas de autobús porque cada niño cuenta. Los valores, las metodologías innovadoras y el trilingüismo son el triángulo sobre el que gira la oferta. Pero, ¿es eso lo que interesa a los padres? De lo que veo y escucho, diría que no. Un primer elemento que decanta la decisión es la inercia, esto es, que tu hijo vaya al cole al que fuiste tú. Fue mi caso. Tuve clarísimo que el colegio me había marcado para bien y quería regalarles esa misma oportunidad a mis hijos. Sin embargo, también siento que condiciona mucho un motivo menos políticamente correcto. Uno que no se dice, pero que siempre ha sido fundamental, también ahora: qué las otras familias sean como la mía o como las que considero adecuadas. Y ahí influyen la ideología y las visiones de la sociedad, pero mucho más aún, el estatus económico y el origen racial. Dicho a calzón quitado, que no queremos que ciertos niños nos estropeen a nuestros hijos. Llevamos la diversidad por bandera, pero en decisiones como esta, se nos ven las costuras. El ejemplo de esos que cambian ficticiamente su padrón para que no les toque ir a un centro al que van muchos de fuera sería una de las evidencias más extremas de ello. No le faltan retos al sistema educativo. El de la segregación social y racial debe estar entre ellos. La escuela puede ser una incubadora de pegamento social o reforzadora de las brechas sociales ya existentes. Lo uno o lo otro depende de decisiones políticas, pero también de las que tomamos en la cocina de nuestras casas.