ecía Walter Benjamin que "para los oprimidos, el estado de excepción es permanente". Salvando las distancias entre la situación del filósofo alemán, perseguido por los nazis, y la nuestra, pensé que, mientras la mayoría hemos recuperado la ansiada libertad, en algunos casos con exagerados aspavientos, como si hubiésemos estado encarcelados, podríamos tomar en cuenta que para otros el estado de alarma continúa. En una sociedad con altas cotas de bienestar y oportunidades como la nuestra, no podemos hacer oídos sordos a esa situación. No olvidemos que muchos viven siempre en un estado de alarma permanente, sin poder ejercer sus libertades por la pobreza y la exclusión social en la que viven.

Las desigualdades sociales que existían antes del virus, hoy, sin lugar a dudas, también siguen entre nosotros. Y no lo hacen como el vaivén de las olas que han seguido llegando a las playas. Las desigualdades son producto de nuestras decisiones, a veces conscientes, quiero pensar que muchas veces inconscientes. Ser provocadas por la mano humana es lo que las convierte en injusticias contra las que debemos seguir actuando desde las instituciones, pero también desde el plano personal. Superando una impulsividad solidaria que puede quedar en mero voluntarismo, o en vía para expiar nuestras culpas y, sobre todo, sin caer en la actitud de aquellos que solo apuntan al supuesto culpable que, curiosamente, siempre es el Gobierno en el que ellos no gobiernan.

La historia de nuestro último siglo nos da esperanza por ser un claro ejemplo de continua ampliación de libertades y bienestar para cada vez más personas gracias a la búsqueda compartida de soluciones. Sigamos apostando por ellas porque, aunque no sean las que a cada cual más nos gustarían, nos mantendrán en el camino para acabar con el estado de alarma, no solo para unos muchos, sino para todos.