l viento se las arregla para colarse por las hendiduras de las viejas ventanas de la casa. La fría humedad se adhiere a las paredes y no hay manera de entrar en calor. Una tímida luz puede verse en el salón. Es la que emite la televisión que pareciera que nadie ve. Sin embargo, en el sofá, bajo una gruesa manta se atisban los ojos de dos personas. Son María y Mario. Ella mayor. Él joven. Ella menuda y luciendo una corta melena blanca. Él fornido y de tez tostada. María solo salió de Oñate en su luna de miel, mientras que Mario terminó el bachillerato en EEUU, y llegó hace seis meses de Caracas.

María sin estudios, pero conociendo las cuatro reglas, asumió que su pensión de viudedad ya no daba para todos los gastos. La vitalidad que siempre la había acompañado, hace dos años que empezó a abandonarle. En su última caída, se pasó toda la noche en el suelo de la cocina hasta que, finalmente pudo levantarse. Decidió pedir ayuda en los servicios sociales pero, antes de cruzar la puerta del ayuntamiento, se giró. La vergüenza pudo más que la necesidad y prefirió alquilar una habitación de su casa a Mario.

Mario creía que le sobraba energía para abrirse camino en un lugar que esperaba diferente pero, no tanto: la lluvia, el euskera, sentirse observado, los dichosos papeles para estar legal y su trabajo precario como instalador de Internet, estaban muy lejos de lo que soñó cuando terminó su ingeniería.

Acurrucados frente al televisor, ahogan con el peso de la manta sus gritos de frustración. En los tiempos del covid en los que algunos nos irritamos por no irnos de escapada de fin de semana, otros como María y Mario, se ven abocados a compartir manta para no gastar luz y, no solo abrigarse del frío, sino de la frialdad con la que a veces nos trata la vida. Sentirse juntos es lo que alienta su esperanza de que la primavera les depare tiempos mejores.