l petaco apareció por los años 60, y reinó en los bares hasta bien pasados los 80. A cualquier hora podías ver a alguien apostado frente a la máquina, con los dedos de la mano tensionados, siempre dispuestos a apretar los botones que accionaban las paletas, con las que evitar que la bola se perdiera por el hueco entre ellas. Máxima atención para aprovechar la inercia con la que bajaba la bola y devolver el golpe, siempre devolver el golpe.

Apostaría a que Etxebarrieta y Pardines, antes de conocerse en aquel fatal tiroteo, habían jugado al petaco. O que jóvenes a los que la vida los hizo cruzarse, como Bayo y Dorado con Lasa y Zabala, unos como viles torturadores, otros como víctimas de una de las historias más negras del Estado, también conocían el petaco. Aquellos y estos, sin saberlo, son junto con otros, parte del petaco vasco. Juego que también arrancó en los 60 pero que llega hasta nuestros días alimentado, cada vez menos, esto también es verdad, por la aberrante fe en la “acción-reacción”. La creencia de que toda acción debe ser respondida. Nuestro petaco no necesita electricidad, sino victimismo. Pensar que lo que hace el otro siempre es peor o que no queda otra opción que atacar al que piensa diferente. Llevamos ya días con nuestro petaco encendido. Patxi Ruiz, y sus legítimas reclamaciones, quedan ocultadas porque para unos es un asesino etarra y para otros no es solo un preso, sino uno de los suyos, incluso para unos pocos, un héroe, lo que justifica que las sedes de EAJ y PSE sean atacadas. Unos creen que Ruiz no merece respeto alguno, y otros que las pintadas no son violencia. Qué curioso que cuando les decimos que ambas cosas están mal se ponen de acuerdo para tildarnos de meapilas seguidores de Gandhi. La idea de que unas víctimas se restan con otras cuando realmente todas suman debe perder, como le pasó al petaco, su espacio social ya.