El filósofo José Antonio Marina defiende que la fe es una verdad privada. Eso en lo que uno cree aunque sea difícil de explicar y que, en cualquier caso, debe someterse a la ciencia y a los Derechos Humanos. La raíz de mi compromiso por ciertos temas sociales tiene una base cristiana. Soy hijo de la fe progresista que recibí de los Escolapios, de lo vivido con los Padres Blancos en África o con los misioneros en Centroamérica. No reniego de ello. En estos tiempos en los que, afortunadamente, tanto defendemos la diversidad, me llama la atención la intolerancia con todo lo que huela a cristiano. Veo más una moda que una reflexión de fondo al respecto. Al mismo tiempo, lo entiendo. A la vista de las formas de vida y opiniones de los máximos responsables de la Iglesia, cuesta no coger una bolsa para devolver. La cercanía con el que sufre, con el excluido, la austeridad, el diálogo... son la excepción en la imagen pública que nos da la Iglesia. El papa Francisco ni tan mal pero, ¿a qué vienen estos días las palabras del cardenal Cañizares sobre el acuerdo entre PSOE y Podemos cuando calla ante Vox? Gran parte de la jerarquía de la Iglesia muestra un reprochable discurso contra los gais, el feminismo, los migrantes, el aborto o la memoria histórica. No son la Iglesia mayoritaria que se rebela contra Munilla, ni la que nutre muchos movimientos sociales. Por ello, no renegaría de las aportaciones del discurso cristiano para defender la democracia y los derechos sociales. Al mismo tiempo, las usaría para criticar, sin complejos, a esa Iglesia que echa de menos la dictadura. Algunos dicen que son de la Real más allá de quienes gestionen el club. Siguiendo el símil, una parte de mí quiere seguir apostando por los valores del humanismo cristiano sin mirar a quienes mandan en la Iglesia, pero otra, hoy quiere, puesto en pie, gritarles bien alto ¡dimisión!