emos conocido esta semana que el Tribunal Supremo de Estados Unidos se dispone, al parecer, a derogar en gran parte el derecho al aborto. No es mi intención entrar en materia sobre la cuestión, pero cabe que hagamos una reflexión sobre la inmensa capacidad que tiene el poder judicial allá para determinar el futuro del país y su ciudadanía. Los nueve miembros de la Corte son vitalicios y las vacantes que se producen por fallecimiento, renuncia o destitución (algo que nunca ha sucedido) las cubre el presidente con el consentimiento del Senado. Como casi todo en la vida, la cuestión tiene mucho de azar, de tal manera que se puede producir el caso de que un presidente no pueda nombrar a ningún juez en ocho años de mandato, pero otro pueda designar a varios de su cuerda en cuatro.

Obviamente, no es este un fenómeno exclusivo de aquellos lares. En la Argentina se está produciendo una enorme batalla política y judicial por el Consejo de la Magistratura, aunque en este caso el motivo, lejos de tener trasfondo ideológico, está más relacionado con la gran cantidad de causas de corrupción que atañen a la clase política, en algún caso con probable futuro entre rejas. Tampoco España se libra de tales disputas, como podemos observar casi a diario. En realidad, sucede en todo el mundo en mayor o menor medida, de manera más o menos descarnada.

En el fondo subyace la certeza de que la cacareada separación de poderes de Montesquieu parece imperfecta en el mejor de los casos o hace aguas en el peor de ellos. Pero tampoco podemos perder de vista el hecho de que muchas veces, demasiadas veces, son los dirigentes de los países -y por extensión la ciudadanía- los que por desidia, miedo o presiones desisten de establecer reformas de calado que impidan a los jueces dictar tantas sentencias que nos irritan. Hay veces, demasiadas veces, en las que les dejamos resquicios para que tengan, por desgracia, parte de razón. Y eso ya es culpa nuestra. l