aite Agirre y Axun Gereka, nuestras andereños de lengua española en la ikastola de Oñati, nos enseñaron que entre todos los tipos de conjunciones había unas que se llamaban adversativas. Nos explicaron que su función es la de unir dos oraciones que se coordinan, de tal manera que la segunda de ellas matiza o introduce una relación de contrariedad respecto a la primera. También son conocidas como conjunciones correctivas, ya que terminan por corregir la aseveración con la que comienza la frase.

Años más tarde, un veterano político me advirtió de que desconfiara de las personas que en sus deliberaciones abusan de tal construcción gramatical, de las coordinadas adversativas. Opinaba él -y me convenció de lleno- que, en realidad, muchos de los que así discursean tratan de ocultar lo que verdaderamente piensan, aunque no siempre lo consiguen, porque introducen tal número de oposiciones y atenuaciones a la primera parte de su oración, que terminan por demostrar que en realidad esta no era más que un gancho para arrimar el ascua a su sardina. Sobra decir que la afirmación inicial suele ser la que más agrada los oídos de los interlocutores.

Recuerdo una agria discusión entre amigos tras el asesinato de José Luis López de Lacalle. Uno de ellos comenzó por decirnos que estaba en contra del atentado, pero a partir de ese momento introdujo tantas frases adversativas, tantos peros, aunques, sin embargos, que el más cáustico del grupo terminó por lanzarle: o sea, que en el fondo no te parece tan mal. Últimamente son muchas las veces en las que me acuerdo de aquella lapidaria frase y tengo la tentación de reproducirla. No está uno en contra de contextualizaciones y anotaciones; al contrario, son a menudo tan necesarias como enriquecedoras. Sucede que frecuentemente se queda uno con la triste sensación de que, con ese proceder, en realidad le están justificando a la cara auténticas barbaridades.