ino la prensa de ayer -también este diario- informándonos de que Isabel Díaz Ayuso había reventado la unidad del PP en su Junta Directiva Nacional; o dinamitado, otro de los verbos empleados. Al parecer, los nuevos mandamases del partido deseaban echar pelillos a la mar y correr un tupido velo de cara a sus preparativos para el congreso de abril. Pero la presidenta madrileña alzó la voz exigiendo expulsiones. Resulta que, por muy impresentable que nos parezca la persona, tiene razón.

Recordemos que han llegado a esta situación -incluida la dimisión de su presidente- debido, entre otras cuestiones, a un intento de espionaje que ya nadie discute (las espantadas del siniestro Carromero y sus acólitos los delata), unas explícitas -amén de alucinantes- acusaciones de corrupción en la radio de manos del mismísimo Pablo Casado y un intento final de chantaje disfrazado de armisticio interno. Si todo ello ha derivado en lo que ha derivado, es de suponer que lo ha sido porque al partido le ha parecido de suma gravedad lo que su ahora defenestrada cúpula había perpetrado. Siendo eso así, parece lógico que emerjan peticiones de expulsión, incluso de inicio de medidas penales.

Hay situaciones en la vida en las que el temple de gaitas resulta tan insuficiente como contraproducente, porque termina a la larga por traer problemas de vuelta. En el caso que nos ocupa, no adivinamos a ver resquicio alguno para el pasteleo: o terminaba expulsada Isabel Díaz Ayuso o lo hacían quienes montaron la trama mafiosa. Dicho en otras palabras, una mera dimisión no se corresponde con la gravedad de los hechos que ha llevado al propio partido a su mayor crisis. Es por ello por lo que la presidenta madrileña, en esto, tiene razón. Cuestión diferente será lo que este siniestro personaje nos ofrezca en el futuro.