s práctica habitual -amén de saludable- de los partidos políticos establecer relaciones, incluso orgánicas, con formaciones de otros ámbitos nacionales y estatales. Y, en coherencia, contar también con la colaboración de sus líderes, sobre todo de aquellos que viven momentos de gloria. Sucede que no pocas veces se producen episodios hilarantes: tal es el afán de algunos en mendigar una foto, arrancar un saludo o escenificar cercanía con la nueva estrella emergente, que la cuestión puede devenir en patética. Más aún si su popularidad resulta al final tan efímera que sus otrora lisonjeros terminan por afirmar que si le han visto no se acuerdan.

Recordamos, por ejemplo, aquella curiosa batalla entre Podemos e Izquierda Unida -aún sin coaligarse- para dilucidar quién era el compañero de baile preferido de Alexis Tsipras, líder griego que levantaba pasiones. Muy pronto les entró a todos un inmenso ataque de amnesia. También el ardor con el que se vivió en España el ascenso a los cielos de un Jeremy Corbyn cuyo fugaz esplendor utilizaron aquí para realzar la figura de Pedro Sánchez. Más inmodesto, en un inolvidable artículo de autohomenaje, el líder de los morados españoles quiso hacernos creer sin embargo que, en realidad, el laborista era el Pablo Iglesias británico.

Era de esperar que tras su gran victoria del domingo, el portugués António Costa se convertiría en el nuevo referente de Pedro Sánchez, en el espejo en el que mirarse. Resulta lógico aprovechar la estela, faltaría más, pero se equivocarán los estrategas socialistas y sus altavoces mediáticos si creen haber encontrado la panacea que lo arreglará todo. Si deciden exprimir el fenómeno Costa hasta el hastío, como bravucona amenaza permanente. Si piensan que la portuguesa será una ola eterna. Y sobre todo, si no se ponen a analizar las enormes diferencias que existen entre las realidades de ambos estados, más allá de la pertenencia de los dos líderes a la misma familia política.