al como anunció el lehendakari Urkullu el día de su reelección y reiteró en el Pleno de Política General del pasado septiembre, la educación va a adquirir un gran protagonismo durante la legislatura, con una nueva ley en ciernes. Se suceden por ello comparecencias de expertos en la comisión parlamentaria del área, todas de gran interés y centradas mayoritariamente en las lenguas. En la última de ellas, celebrada el pasado lunes, llamó la atención que uno de los ponentes abogara por la paz lingüística.

Ciertamente, reivindicar la paz (también en esta materia) y reclamar amplios consensos resulta tan entrañable como predicar el bien. Resulta, sin embargo, que hace tiempo que cundió en muchos de nosotros la sospecha de que, en el fondo, con tan manido razonamiento no se hace cosa distinta a tratar de bloquear cualquier intento legítimo de cambio, a procurar perpetuar la quietud. Se utiliza torticeramente para ello la reivindicación de acuerdos históricos de décadas atrás, como si fuera incompatible una valoración altamente positiva del camino realizado tras aquellos grandes hitos, con la demanda de que se analicen con sosiego modificaciones que tengan en cuenta tanto las carencias que se han detectado como las nuevas realidades que surgen con el tiempo.

Cabría recordar que gran cantidad de los acuerdos pasados que se reivindican actualmente para justificar el inmovilismo, han sido reiteradamente incumplidos por muchos de los que se erigen ahora en sus abanderados. Como tampoco podemos pasar por alto que amplísimos consensos políticos transversales -también en el ámbito de la educación, miremos a Catalunya- siguen siendo dinamitados por cuadrillas de jueces que se creen la reencarnación de Don Pelayo. Siendo este el panorama, sería deseable que no nos embarraran hablando de paces y guerras lingüísticas a quienes humildemente consideramos necesario emprender un nuevo tiempo (también) para el euskera.