n esto de los presupuestos, parece razonable que se sospeche que las cosas se hacen cada vez más alterando la secuencia natural. Es decir, incluso antes de conocerlos, los partidos deciden primero en función de sus cálculos políticos si lo que les conviene es apoyarlos o rechazarlos; aparecer en un bloque o en otro; transmitir posibilismo o maximalismo; aparentar moderación o radicalidad. Es a partir de ese momento cuando centran sus esfuerzos en poner altavoz a los (supuestos) logros, en ocultar incoherencias y en disimular el mal sabor de los sapos tragados. Se trata, en definitiva, de construir un relato que subraye, según el caso, la altitud de miras o la inquebrantable firmeza, aunque el proyecto presupuestario sea similar en ambas circunstancias.

En realidad, más que sospechas, existen certezas de que tal proceder es habitual. Recuerda uno surrealistas negociaciones que consistieron en que el gobierno de turno no introdujera en el borrador inicial, o en su caso las suprimiera, ciertas partidas que serían introducidas mediante enmiendas por parte de una fuerza opositora decidida a apoyar el presupuesto, pero que podría así exhibir entre los suyos grandiosas victorias políticas en solemnes ruedas de prensa. También el caso contrario, todo hay que decirlo: partidos sudando la gota gorda justificando un voto negativo después de que, inesperadamente, se les aceptaran la mayoría de sus peticiones. En definitiva, a nadie se le oculta que en los debates presupuestarios, los presupuestos en sí pintan lo que pintan.

Está resultando interesante este periodo en el que Madrid, Iruñea y Gasteiz centran nuestra atención, difícil no realizar una lectura conjunta de lo que está sucediendo en los tres parlamentos. Se ha prometido uno esperar pacientemente hasta el final para realizar una lectura sosegada de todo lo que acontezca, pero lo hace con la íntima convicción de que las cuentas que con mayor interés están haciendo todos, no son precisamente las que figuran en los presupuestos.