ras el paseo dominical, aquella mujer le preguntó a su marido, no sin cierta sorna, quién mandaba de verdad en el ayuntamiento del que era alcalde. Y es que durante la caminata se habían cruzado con muchos convecinos interesados en saber cómo iba lo suyo. Las respuestas parecieron desconcentrar a nuestra protagonista, que escuchaba una y otra vez que se estaba a la espera de la decisión del técnico del área correspondiente.

No se trata aquí de minusvalorar la importancia de todos estos profesionales que hacen posible con su trabajo que las instituciones funcionen, faltaría más. Pero tengo para mí que son demasiadas las ocasiones en las que los responsables políticos dejan en manos de aquellos decisiones que no les corresponde tomar. Bien sea por falta de criterio propio o bien por un indisimulado deseo de lavarse las manos, lo cierto es que es un fenómeno más habitual de lo que nos gustaría.

Viene todo ello a cuento porque no sale uno de su asombro al comprobar el inmenso protagonismo que han adquirido en la agenda política los letrados de nuestros parlamentos, especialmente en las Cortes españolas. Un mero repaso del último año es suficiente para constatar la cantidad de decisiones que se han adoptado en función de los informes encargados a los letrados de la casa; escudándose en ellos, para ser más precisos. Algunas de gran calado político, por cierto.

Su aportación es muy necesaria, nadie lo duda; pero en estos tiempos en los que representantes de todos los partidos reconocen y critican ya sin tapujos la politización y partidismo de jueces y tribunales en función de cómo les va en ellos, sería del género tonto creer -y hacernos creer- que es el de los letrados de los parlamentos el último reducto de inmaculado apartidismo, de exquisita ecuanimidad. Resulta triste tener que recordar a ciertas Excelencias y Señorías que las decisiones políticas las deben tomar los políticos. Que parapetarse en informes no vinculantes para impedir debates tiene mucho de cobardía y canallada. Por ejemplo.