nda la gente alterada desde que se ha conocido el documento de la CIA sobre Felipe González y los GAL diciendo lo que dice. No está en nuestro ánimo poner sordina a tan interesante informe (otrora) secreto, pero tampoco es aconsejable que nos vengamos excesivamente arriba si no deseamos otorgar a esta agencia de espionaje la capacidad de marcar nuestra agenda política a base de discrecionales (no lo olvidemos) desclasificaciones, hechas de manera parcial (tampoco lo olvidemos) y solo cuando les conviene hacerlo, faltaría más.

Lo que comienza a suceder con el expresidente socialista tiene ya cierto paralelismo con lo que está aconteciendo con el Rey emérito Juan Carlos I, protagonistas omnipresentes ambos durante décadas en una España que se nos decía modélica. Rodeados de petulantes lisonjeros, repelentes halagadores y peligrosos encubridores, gozaron siempre de barra libre para cometer sus fechorías, tuvieran estas que ver con el terrorismo de Estado o con latrocinios de inmensas dimensiones. En realidad, por muy ocultado que fuera, nada de lo que se está publicando ahora sobre uno y otro era desconocido para nadie que no quisiera ponerse de perfil.

Pero no nos engañemos. Su viaje al ostracismo lo será solo cuando a sus cuadrillas les convenga hacerlo. Y lo será además para que estas puedan salvarse de la quema y evitar ser salpicadas. Contarán para ello con el apoyo propagandístico de los que tan buen trabajo hicieron durante décadas con los ahora caídos en desgracia. Ni será una derrota de la monarquía, ni la de una organización política; más bien una hábil maniobra para salvarlas. Felipe y Juan Carlos ya son amortizables y en breve serán amortizados. Pero no se tratará de una victoria de la democracia, una democracia que ni pudo ni quiso limpiar aquellas pestilentes cloacas. Nos queda la esperanza de que aquí y ahora sea más -mucha más- la gente que levante la voz exigiendo que no nos tomen por tontos.