La decisión de Pablo Casado de cepillarse a Alfonso Alonso como candidato a lehendakari ha causado entre nosotros un verdadero terremoto político. Entre las múltiples reacciones sobre la cuestión han destacado, cómo no, aquellas que han hecho referencia al poco respeto que tiene Madrid hacia una militancia vasca que, al parecer, apoyaba mayoritariamente al ahora defenestrado. Certera crítica.

Causa asombro, sin embargo, el escaso revuelo que se forma aquí normalmente con decisiones similares, esto es, cuando los órganos nacionales de otros partidos se pasan por el arco del triunfo la voluntad expresada por sus gentes en ámbitos inferiores, esos en los que, piensa uno, deberían tener capacidad de elegir y decidir candidatos, dirigentes y otras cuestiones. No debería cegarnos el hecho de que para unos la nación sea España y para otros Euskal Herria, ya que el pecado, de existir, es el mismo. También la argumentación es siempre la misma: los estatutos, los sacrosantos estatutos. Sacrosantos como la Constitución, qué ironía.

Tenemos nuestra historia reciente lo suficientemente poblada de variadas imposiciones para que no tengamos que fijar constantemente la mirada acusatoria en Madrid. Por tener, tenemos hasta a multitud de camaleónicos militantes de partidos a los que les ha parecido bien y mal tal proceder en función de cómo les ha ido en la feria. Concretando, en función de su relación con los mandamases de los órganos nacionales y lo bien (o mal) que estos se han portado con ellos.

Ruboriza bastante leer y escuchar a ciertas personas indignadas con la barrabasada de Casado, que lo es, pero incapaces de mirar a sus propias casas e incluso de recordar sus propios actos. Es que es muy fácil despotricar siempre contra Madrid. Empezamos pensando que las mejores croquetas del mundo son las de casa, continuamos defendiendo que nuestros deportistas favoritos nunca se dopan -siempre hay una explicación- y terminamos convencidos de que los desprecios a la militancia proceden solo de Madrid.