quedó ayer visto para sentencia el juicio sobre las supuestas falsificaciones -entre otras acusaciones- de aquellos descubrimientos que se anunciaron en 2006 en Iruña-Veleia y sobre los cuales se nos dijo que iban a suponer una verdadera revolución en la historia del euskera, incluso en la del cristianismo. Gracias al seguimiento que han realizado periodistas como Iñigo Astiz, han resultado semanas apasionantes que nos han servido para repasar todo lo que se ha venido discutiendo durante casi tres lustros sobre este controvertido tema. De lo que duda uno es que el juicio haya valido para mover de su opinión inicial a todas las personas que durante todo este tiempo se han enzarzado en agrias polémicas que han minado incluso viejas amistades.

La parte positiva de todo este caso es que hemos terminado por saber un poco más de arqueología, de lingüística, de historia, de química y de grafología, entre otras disciplinas. Pero nada de ello nos compensa si repasamos todo lo que de negativo ha supuesto esta interminable polémica, en ocasiones vehemente en exceso. Quedan para la historia los libros, informes, estudios, artículos y manifiestos que se han creado hasta el momento, porque suponemos que con una (primera) sentencia no se dará por concluida la trifulca.

Tiene uno creada una opinión sobre la cuestión desde hace tiempo, aunque debo reconocer que he mantenido conversaciones en las que he preferido no exponerla y cambiar de tercio. Como en cada vez más temas, ha primado en mí la pereza y el deseo de no convertir aquello en un diálogo de besugos. Pero lo que verdaderamente me corroe es repasar cómo hemos llegado hasta aquí. Preguntarme como otra mucha gente si no se podía haber evitado llegar a este extremo de celebrar un juicio casi quince años más tarde. Y lo que nos queda.