Este diario calificó acertadamente como seísmo político y judicial lo sucedido tras conocerse que Dolores Delgado ocuparía el cargo de fiscal general del Estado. Ciertamente la cuestión se prestaba a ello, aunque tengo para mí que lo más grave en torno a esta persona fue que en su día siguiera como ministra tras conocerse su afectuosa relación con el mafioso excomisario Villarejo y tras recibir nada más y nada menos que tres reprobaciones parlamentarias.

Debemos reconocer, sin embargo, que el seísmo no lo ha sido para todos por igual. Entre los nuevos socios de gobierno de Pedro Sánchez y los que han facilitado su investidura han primado el silencio y el tímido susurro; nada parecía que tenían que decir incluso personas que por lo general adolecen de cierta incontinencia verbal y redera. De los pocos que se han visto obligados a responder sobre la cuestión, no sin evidente incomodidad, Pablo Iglesias ha apoyado el nombramiento, a pesar de que no hace mucho tiempo defendió con vehemencia que la entonces ministra debía alejarse cuanto antes de la vida pública. O ser alejada.

Indudablemente, el panorama obliga al bloque que decidió sostener al nuevo Gobierno a aplicar considerables dosis de mesura, prudencia y continencia. Pero a su vez deberíamos tener claro que entre la sobreactuación estridente y la mansedumbre existe todo un abanico de posibilidades cuya utilización, además, legitimaría ante sus propios votantes a los partidos y coaliciones que adoptaron tal decisión.

Desde luego, la embestida facha en sus múltiples facetas no puede convertirse en la gran excusa del presidente para mantener infinitamente dóciles a sus apoyos, tomándolos por el pito del sereno. Tal vez el nombramiento de la fiscal general era una buena ocasión para introducir cuando menos algún matiz crítico, que motivos había para ello. En cualquier caso sería una mala señal que empezáramos a sospechar tan pronto que en realidad la amenaza ultra le viene muy bien a Pedro Sánchez para tener barra libre.