según un informe del año pasado de la consultora Innosight, la vida media de una empresa en España, incluyendo fusiones y adquisiciones, es de aproximadamente 12 años. En Europa es similar (12,5), y el Instituto Santa Fe de EEUU atribuye 10 años a las americanas que cotizan en Bolsa. A 1 de enero de 2018, en España había censadas 3.337.646 empresas. Unas cuantas ¿verdad? Bueno, pues según Cesce, de todas ellas sólo 44 perduran desde el año 1900.

Vistos los datos, parece razonable pensar que las necesidades de cambio de calado no son un capricho en la empresa, sino una necesidad de un entorno cambiante que toda organización requiere para seguir existiendo. Sin embargo, gestionar cambios de calado es una asignatura con la que es difícil lidiar. Según un estudio de Mckinsey del año 2016, solo un 26% de las iniciativas de transformación organizacional tienen éxito.

Grosso modo, a la hora de emprender y hacer efectivos cambios en las empresas nos encontramos, al menos, con cuatro problemas. 1. La inercia de funcionamiento de muchos años que siempre es difícil revertir, 2. Recursos limitados para emprender el cambio, 3. Falta de motivación en muchas personas, 4. La oposición de aquellos/as que ven el cambio como una amenaza.

En esencia, de lo que hablamos es de cambio cultural (rutinas, hábitos, comportamientos y modelos mentales). Al buscar un paralelismo de algún ser que emulara a la cultura, bien podríamos referirnos al dinosaurio más grande (el diplodocus). Y ojo, porque hacer mover al diplodocus tiene su aquel. No es casual que cuando un cambio propuesto difiere sustancialmente de la cultura del contexto en el que se pretende instaurar, el diplodocus lo pise, o se lo coma. Esto recuerda a la frase de Peter Drucker cuando dijo que “la cultura se toma la estrategia para desayunar”.

Hacer que un cambio se instaure de forma sostenible, surta efecto y obtenga los resultados previstos en una organización es una cuestión de años, y toda persona que haya experimentado una experiencia de este tipo sabe que la realidad es mucho más compleja que definir unas funciones nuevas, alguna que otra responsabilidad diferente y un organigrama aparentemente más atractivo.

Por ello, y en función de la dimensión del cambio (a nivel de un equipo, departamento, unidad de negocio o en el conjunto de la organización), y la complejidad o dificultad del mismo (entendiendo la complejidad como el cambio que supone con respecto a la cultura existente), se insiste en trabajar con carácter previo a hacer nada, y definir los perfiles de personas que serán impactadas por el mismo. Aunque cada cambio es un mundo, en general existen cinco tipos de perfiles: 1. Aliados activos para el cambio, con los que conviene reafirmar relaciones, despejar dudas, y pedirles consejo y soporte. 2. Aliados pasivos, con quienes habrá que generar espacios para generar más confianza, y acordar la forma más adecuada de hacerlos partícipes y/o mantenerlos informados 3. Personas neutrales, con quienes habrá que clarificar el rol que se espera de ellos, informar e invitar de forma explícita a participar en las dinámicas, 4. Opositores/as pasivos/as, con quienes habrá que establecer acuerdos e identificar qué capacidades y competencias de estos perfiles pueden resultar valiosas en el cambio, y finalmente 5. Opositores activos, con quienes habrá que trabajar para minimizar la amenaza que pueden suponer para el proyecto, identificando las causas subyacentes de su oposición.

Tampoco hay que obviar las consecuencias que los cambios generan en el nivel de estrés de las personas y en su comportamiento: por ejemplo, reduce la capacidad de escucha en las mismas en cuatro grados a su nivel educacional, generan bloqueos en muchas de ellas (debido a que reaccionamos ante amenazadas percibidas antes que a la realidad), y a menudo se olvida que toda persona necesita sentir que es considerada antes de considerar el cambio que se le presenta. Por lo demás, la gestión del cambio puede incorporar métodos, herramientas y mecanismos para asegurar que el cambio no quede fuera de control.

En cuanto a otras recomendaciones, compartir la necesidad del cambio implica consensuar los problemas actuales que es conveniente solventar identificando sus causas y concretar las oportunidades que se están perdiendo en la forma que actualmente estamos haciendo las cosas. Definir los riesgos e implicaciones de no plantear cambios, y el impacto que estos pueden tener en la organización. Proveer información de lo que se sabe, de lo que no, de cuándo se esperan noticias o actualizaciones, definir objetivos a corto plazo, un marco temporal realista pero ambicioso, prioridades y estándares que ayuden a poner un poco de equilibrio en el desequilibrio. Delegar puntos clave y empoderar a las personas y reconocer a las mismas, etc.

Al final, el cambio cultural consiste en incorporar nuevas rutinas que terminen siendo hábitos, por ello es tan importante comenzar con experiencias piloto. Pero más allá de eso, creo que uno de los errores habituales es que los cambios se enfocan desde la razón, y saber no hace cambiar a nadie.

Lo que hace mover al diplodocus, más allá de la pura necesidad o la inanición, es la emoción. Sin emoción no hay ni motivación ni energía. Aunque se pueda pensar que el cambio consiste en analizar, pensar y cambiar, la razón no hace cambiar ni a las personas ni a los colectivos. Es por ello que parece razonable orientar a una lógica de ver, sentir y cambiar. Porque no nos engañemos: Sin emoción no hay motivación, y sin motivación no hay cambio.