En mi pueblo no tuvimos televisión hasta que cumplí los 22 años. La señal no llegaba al monte en el que está nuestra casa. Pasaba allá julio y agosto enteros, así que me las ingenié como pude para ir viendo Juegos Olímpicos, Mundiales y Europeos de Atletismo, Tours y todo lo que cayese. Me las ingenié gracias a que Eugenia y Santiago, a los que comprábamos leche de sus vacas en el pueblo, me abrieron las puertas de su casa desde los 8 años y pude ver todo aquello, más meetings, fútbol, baloncesto, natación, el almanaque entero. Yo, mis hermanos, mis primos Gracias a su generosidad y a la de sus hijos Mitxel, Esperanza y Juan Carlos, podíamos ver lo más importante de las citas del verano, incluso la Vuelta a Burgos. En los 80 y primeros 90, la Vuelta a Burgos era una dosis de metadona en agosto, una vez pasado el Tour, antes de que llegara el fin de semana del Mundial y la Volta a Cataluña, cuando aún la Vuelta a España se celebraba en abril. En aquellos días de calorazo estival, acabado el Tour, sin ninguna competición de nada, sin amistosos de fútbol que dicho sea de paso, son un peñazo, ver a los corredores rodar por Burgos mientras hacías la digestión antes de poder bañarte en el río era sentir de nuevo correr la droga por tus venas. Mataría con mis propias manos por una Vuelta a Burgos en directo. Llevo fatal sé que suena frívolo, pero es así que no haya deporte, es lo que a título de mis gustos personales bueno, más que gustos es mi ADN peor llevo. Para la próxima pandemia hay que construir un planeta nuevo al que llevar a los deportistas profesionales de todos los deportes y a los cámaras de televisión y tal y que ajenos a los virus puedan seguir compitiendo y alegrándonos la vida a los que estemos aquí abajo con la pata quebrada en casa. Echo lógicamente mucho más de menos a Eugenia, Santiago y Esperanza. Pero a ellos los veré en algún lugar mucho mejor.