Uno pensaba que la capacidad de asombro la había superado hace tiempo con lo que he visto en esa cueva de Alí Baba y los 40 ladrones que se llama España, pero he descubierto que todavía me queda recorrido para la sorpresa cuando hemos conocido el robo -diremos supuesto porque todavía no hay sentencia judicial y la presunción de inocencia es un derecho- de 15,5 millones de euros que 86 consejeros y directivos de Caja Madrid y Bankia realizaron a través de tarjetas opacas para gastos tan vinculados con el cargo y la representación como extraer dinero en efectivo, abonar ropa, comidas, compras en grandes superficies o viajes entre los años 2003 y 2012. Todo ello, al margen de las remuneraciones por el cargo y los altos salarios en el caso de los directivos.
Si ya de por sí constituye todo un escándalo, todavía lo es más es cuando esta orgía y despilfarro con dinero ajeno no solo se hizo cuando Caja Madrid tuvo que ser rescatada en marzo de 2011 a través de la aportación de 4.465 millones de euros por parte de fondos públicos, sino porque se hizo una vez constituida Bankia, el banco formado por la fusión de la caja de ahorros madrileña y la valenciana Bancaja, que necesitó 22.400 millones de euros para su reflotamiento. Es decir, más de la mitad de los 40.000 millones de euros que el Gobierno de Rajoy pidió a Bruselas con destino al saneamiento del maltrecho sistema financiero español y, de paso, tratar de evitar el rescate del Estado por parte de la UE.
El dato es importante no por desconocido sino porque, a la falta de profesionalidad y de rigor demostradas en las inversiones de algunas cajas de ahorro -sobre todo en el sector inmobiliario- se une la actuación inmoral de unos truhanes que engordaron su patrimonio sin declarar a Hacienda, mientras en la calle los jubilados suscriptores de preferentes se manifestaban por la imposibilidad de rescatar los ahorros de toda una vida invertidos en un producto vendido aprovechando la ignorancia y el desconocimiento de los firmantes, tal y como estamos viendo en una buena cantidad de sentencias judiciales que están condenando a las entidades financieras a la devolución de esa inversión.
Pero la obscenidad del caso es tal que, aparte del PP -que no puede parecer extraño cuando su tesorero reconoce que hasta hace poco funcionaba con doble contabilidad y cobraba comisiones por favores prestados- sino que en esa Sodoma y Gomorra que era Caja Madrid gentes del PSOE, de Izquierda Unida, de sindicatos como CCOO y UGT y hasta un diplomático vinculado a la Casa Real tiraban de tarjeta con la alegría de alguien que se sabe que no le van a pillar.
Gracias a estos desmanes, a los que hay que sumar otros cometidos por directivos de Caja del Mediterráneo, Caja Castilla-La Mancha -que están procesados en sendos procedimientos abiertos por la Audiencia Nacional-, Caixa Catalunya, Caixa Galicia, etc., que provocaron la intervención del Estado y la aportación de fondos públicos, se inició una reestructuración de las cajas de ahorro para su conversión en bancos y su transformación a final de año en fundaciones bancarias, si ostentan más del 10% del capital de la entidad.
El hecho de que las cajas vascas tuvieran que fusionarse en Kutxabank y ahora se conviertan en fundaciones bancarias para administrar su participación en el banco y gestionar la Obra Social no es consecuencia de una decisión que viene de Bruselas, sino de la actitud irresponsable e inmoral de esa casta de políticos -usando el concepto de Podemos-, que han utilizado la cosa pública con afán de lucro, contando con la aquiescencia o el mirar para otro lado de las estructuras de los partidos, los sindicatos, los empresarios, la monarquía y hasta la judicatura. Todo en España es corrupción.
La desaparición de las cajas vascas no es una decisión de la Troika (UE, BCE y FMI) que ha impuesto al Estado español como consecuencia de una reestructuración del sistema financiero europeo debido a la crisis, sino del despilfarro y la inmoralidad con la que los políticos españoles han gestionado las cajas de ahorros, provocando consecuencias sistémicas que ahora estamos pagando todos, incluso las entidades bien gestionadas como es el caso de las vascas. Están pagando justos por pecadores con todas las consecuencias que ello está causando en nuestro caso, debido a la raigambre que estas entidades de crédito tenían en la sociedad vasca. De hecho, en Alemania y en Francia, aunque de otro tamaño y con otras formas jurídicas, siguen existiendo cajas de ahorros.
Lo que está pasando con las cajas vascas como consecuencia de estos desmanes es lo que el catedrático de Economía de la Universidad de Columbia y asesor del Foro de Davos, Xavier Sala-i-Martín, llamó, en una conferencia organizada por el Observartorio para el Desarrollo Socioeconómico de Euskal Herria (Gaindegia) en Donostia el pasado mes de junio, “el coste de la dependencia”; es decir, lo que a los catalanes y a los vascos nos está suponiendo pertenecer a un Estado que en vez de dar nos quita en su afán recentralizador y con sus decisiones nos está perjudicando en nuestro desarrollo económico.
Sala-i-Martín centró su conferencia en demostrar con cuadros, datos y estadísticas el coste que Cataluña tiene en este momento por pertenecer al Estado español frente a aquellos agoreros que centran el discurso en sentido contrario, es decir, en colocar lo mal que van a pasar los catalanes si de independizan. La conclusión fue clara: “La independencia no resolverá por sí sola los problemas que tiene Cataluña, pero es una oportunidad”. Y en esa oportunidad “no hay ninguna garantía de que los catalanes lo haremos bien; no somos los mejores, tampoco los peores, pero al menos no vamos en nuestra contra”.
Si el profesor Sala-i-Martín demostró con números que Catalunya es viable económicamente sin España porque los grandes problemas que existen en el Estado, empezando por la corrupción, son irresolubles porque forman parte de la larga tradición de la cultura de la picaresca, -por no hablar de cambios necesarios en el tejido productivo, la deuda pública, el gasto del sector público, etc.-, de la misma forma, el Gobierno de Escocia ha utilizado argumentos económicos para demostrar que la independencia es la mejor solución frente a la continuidad con el Reino Unido.
En un informe firmado por el exprimer ministro Alex Salmond se dan a conocer unos cuantos datos que ponen de relieve diferencias entre los dos países tan interesantes como que el gasto público en Escocia supone el 42,7% del PIB, frente al 45,5% de Londres, a lo que hay que sumar que la recaudación fiscal por contribuyente es de 10.700 libras en el primer caso frente a las 9.000 del segundo o que el déficit fiscal neto en Edimburgo significa el 5% del PIB frente al 7,9% del de Gran Bretaña.
A este marco macroeconómico hay que añadir que, frente a los recortes sociales del Gobierno conservador de Cameron, la protección social, incluida los gastos de la Seguridad Social, es la partida más alta de los presupuestos de Escocia. Viendo este panorama se explica como muchos escoceses que no eran independentistas votaron a favor de la desanexión por considerar que el futuro económico de su país tenía más garantías de desarrollo fuera que dentro del Reino Unido.
Un escenario que nos debe hacer reflexionar sobre las consecuencias que estamos sufriendo cuando algunos, desde la distancia, toman decisiones menospreciando olímpicamente nuestro autogobierno, sobre todo cuando el coste de la dependencia de Euskadi por estar en España está constituida por una larga serie de agravios empezando por el mayor de ellos, que es el incumplimiento histórico de una ley orgánica como es el Estatuto de Gernika.