No hay semana que pase que no nos enteremos de que un fondo de inversión o de capital riesgo ha aterrizado en Euskadi para adquirir una empresa o hacerse con una participación de control que deslocaliza la capacidad de decisión de la compañía, en una suerte de aterrizaje amistoso y necesario que está dando la sensación de que el país está en venta a la espera de que llegue el primer comprador, sin que el precio resulte un elemento disuasivo, sino todo lo contrario.
Va a tener razón Isaad Rebrad, el propietario del grupo argelino Cevital, cuando no hace mucho tiempo y en el inicio de su desembarco en Francia, dijo que en este momento en Europa se podían comprar empresas por lo que vale un trozo de pan.
Parece que aquello que sonaba como algo exagerado y frívolo, procedente de alguien que ha amasado una gran fortuna en un país del Tercer Mundo como es Argelia, pudiera ser verdad. Todo lo contrario. Se ha convertido en un axioma que el tiempo ha ido confirmando paso a paso, hasta el punto de que ese grupo argelino se ha convertido en socio necesario para el Gobierno francés en su objetivo de dar continuidad a actividades industriales que los propios europeos desechan, a pesar de lo que que supone de pérdida de capacidad de decisión y de futura deslocalización.
Si nos atenemos a la última operación de Cevital, en la que por 125 millones de euros se ha quedado con dos plantas productivas, la sede corporativa y el servicio de asistencia técnica y las marcas con las que Fagor Electrodomésticos operaba en Francia, podremos estar de acuerdo en la apreciación de Rebrad de que Europa está en liquidación y, por tanto, es un escenario de oportunidades para aquellos países emergentes y en vías de desarrollo.
Cevital es el mismo grupo que opta, teniendo en cuenta que la oferta por las marcas galas de Fagor Electrodomésticos era vinculante a los activos de la cooperativa en Gipuzkoa, por las plantas de Garagartza y de Eskoriatza del fabricante vasco de electrodomésticos, en este momento, en pugna con el grupo catalán CNA (Cata).
Sea cual sea el desarrollo de la puja del proceso de liquidación de Fagor Electrodomésticos -si exceptuamos la garantía de conseguir el mayor número de empleos posibles-, lo que está claro es que la capacidad de decisión de las actividades más rentables de la cooperativa vasca van a estar a partir de ahora en manos de catalanes o argelinos, a la espera de alguna posible nueva oferta, cuando si se hubieran aplicado los planes de viabilidad elaborados para salvar la empresa, en este momento no estaríamos hablando de la liquidación del símbolo del movimiento cooperativo, ni siquiera de una nueva deslocalización.
Tiene razón la consejera de Desarrollo Económico y Competitividad, Arantza Tapia, cuando crítica de manera velada a las distintas direcciones de Fagor Electrodomésticos por no haber sido capaces de acometer aquellas actuaciones que se contemplaban en los planes de viabilidad, y de que el proceso concursal en el que entró la cooperativa el pasado mes de noviembre está ejecutando al pie de la letra y de manera traumática y complicada, como no podía ser de otra manera, lo que allí se establecía. Para este viaje no hacía falta estas alforjas.
El caso de Cevital, si descartamos el componente de socio industrial que es sinónimo de garantía a la hora de que la actividad de los activos adquiridos tengan continuidad en el tiempo -con todo lo que ello supone de mantenimiento y en su caso, de incremento de empleo- es el de los inversores que están llegando en los últimos meses a este país en el que se están ofreciendo empresas, algunas de ellas estratégicas, a precio de ganga.
Si hace una semana el potente fondo de capital riesgo estadounidense KKR adquirió Papresa, a cambio de la refinanciación de la deuda de su propietario -el grupo extremeño Alfonso Gallardo-, hoy nos enteramos de que una importante empresa vasca de servicios con una cualificada presencia en el Estado está negociando con un fondo inglés la venta total de la compañía. La operación todavía no está cerrada, a la espera de concretarse esta semana algunos flecos que han dado lugar a alguna discrepancia. Pero la venta supondrá una nueva deslocalización de la capacidad de decisión de una empresa vasca por mucho que su sede esté en Euskadi.
Es un suma y sigue que, de alguna manera, debe paralizarse si no queremos convertir a este país en una especie de colonia de intereses extranjeros aunque, insisto, las empresas adquiridas sigan estando domiciliadas en Euskadi, gracias al propio régimen fiscal que emana de nuestro autogobierno.
Es el caso de una importante empresa guipuzcoana en la que, recientemente, un fondo de capital riesgo ha tomado una participación de control y que lo primero que ha hecho es traerse todos los servicios externalizados de Madrid -donde está la sede del inversor-, reducir de manera drástica aquellas estructuras que nada tienen que ver con el negocio en sí mismo, y lograr el máximo resultado en el tiempo más corto posible, sin tener en cuenta no solo el entorno en el que se ubica la empresa sino tampoco la proyección social de la misma. Desde la llegada de estos inversores, lo único vasco que hay en esa empresa son los propios trabajadores. El problema es saber hasta cuándo y, todo ello, como consecuencia de una decisión tomada por sus propios accionistas vascos.
El objetivo de estos fondos es tratar de conseguir la mayor rentabilidad en el menor tiempo posible para que las plusvalías generadas justifiquen no solo la inversión realizada, sino que hagan apetecible la empresa al primer comprador que se presente en un afán puramente especulativo. Si el modelo de país que se quiere proyectar es el de ¡Bienvenido, Mister Marshall! poco camino queda por recorrer.