Allá por los noventa, cuando el país estaba muy cabreado con el terror, agotado por la crispación y harto de la manipulación mediática, cuando escuchar las noticias nos llenaba de indignación y de vergüenza, un amigo respondía así a la diaria pregunta sobre su identidad: ¿Vasco, español? Yo, de Bilbao. Y lo hacía de manera más escapista que terruñista, como quien en el fragor bélico de Punto Pelota confesara que en verdad ni del Madrí ni del Barça, él es del Almendralejo. Ese amigo era y es moderadamente abertzale, moderadamente progresista, moderadamente bilingüe y hasta moderadamente bilbaino.

Y es que en ocasiones afirmar que se es de una ciudad o, mejor, considerarse parte de ella no es una exhibición de orgullo paleto sino un modo inteligente de buscar refugio ante tanta bandera genética y sectarismo partidista. Para ello, claro, el topónimo debe antes despojarse, o despiojarse, de caspa étnica y fanatismo ideológico, de forma que al presentarse uno como de tal municipio no esté sugiriendo nada más que una feliz adhesión vecinal. Y quien dice una ciudad dice un pueblo, siempre que este sea el de los frontones y bibliotecas, no el de las raíces y escudos nobiliarios.

Nada tiene eso que ver con el rancio chauvinismo de quien gallea de ser de Murcia “de toda la vida” o de Valladolid “centro”, datos que lejos de recordar límites geográficos o demográficos se airean para imponer derechos clasistas y de pedigrí. Todo esto lo entendió muy bien Iñaki Azkuna, convencido, y convenciendo, de que el documento identitario más sensato, el menos peligroso de este siglo es el de empadronamiento. No es poco viniendo de un político. l