La música es un universo fantástico donde puedes encontrar todo lo que has deseado, imaginado y soñado. Y lo que no has imaginado ni adivinado en tu ardorosa juventud o calmada vejez. Un refugio de utopías de color ocre o rojo, amarillo o verde como un otoño perpetuo o blanco eterno, a gusto del consumidor, sin necesidad siquiera de pensarlo ni sentirlo; simplemente dejándose llevar por el contraste de sonidos, de melodías, que otro ser vaporoso o crudo como la tormenta y el viento tierno meció en su cerebro, en su imaginación o en sus inviernos locos. La eternidad de los capiteles, de los nervios de las cúpulas y rosetones del templo del incienso y del sándalo, de las hierbas aromáticas y del sol. La eternidad del temblor de la luz y de la niebla cuando la tierra pura cambia de temperatura y del aire que quiebra a mediodía hinchado de gozo de sorber. Cuando el ánima se cristaliza en el recuerdo del incendio de un amor viejo o una rebeldía juvenil llena de letras valientes que llenan de rabia y de savia las venas. La música traduce y crea todo lo que se convierte en ámbar y coral en el fondo de tu océano, de tu selva virgen o en el techo de tus estrellas. Son las ráfagas del poder sobrenatural del ser humano.