Cuando las perspectivas presentes y próximas se tornan inciertas y teñidas de falta de expectativas transformadoras. Cuando las dinámicas de movilización se nos muestran más desactivadas a pesar de que pueda ser el momento en el que más candentes son y sobre todo cada vez más necesarias... la tentación es recurrir al pasado como elemento cohesionador, vivir de la política de la nostalgia e inspirarnos en los iconos de lo que fue y de lo que nos unió o iluminó nuestros anhelos por construir otra sociedad. Nos refugiamos en los logros históricos, en las conquistas obreras de otra época, en las revoluciones que llevaron a la descolonización o a los estados socialistas que fueron y ahora son otra cosa. Esta forma de hacer memoria no consiste en aprender de los errores cometidos para cometer otros, pero no los mismos. No profundiza en la reinterpretación de la historia contada por quienes triunfaron e impusieron su derecho, sus estados, su poder. Más bien, nos lleva a centrarnos en el intento de recuperar lo perdido, en rescatar la memoria como mero ejercicio de rehabilitación que cure los síntomas de lo que fuimos y perdimos. Cantamos las canciones de hace décadas, recordamos y reinterpretamos los hitos logrados en una nostalgia que nos condena a la inacción. Hacemos bandera de rescatar la memoria de las personas que, en las luchas por la libertad, la igualdad o la independencia fueron desposeídas, asesinadas, encarceladas o exiliadas. Eso sí, haciéndolo siempre que no corramos el riesgo de ser desposeídos, encarcelados o exiliados. Pero frecuentemente en esa forma de hacer memoria obviamos y desconocemos a quienes ahora protagonizan las dinámicas de lucha. Desconfiamos del potencial revolucionario de las nuevas generaciones, de la verdadera intención de sus discursos y acciones y, a quienes tal vez reconoceremos no se sabe cuándo, en lugar de participar con ellas en las dinámicas de resistencia. Celebremos onomásticas para continuar en la movilización y hacerla visible, no para refugiarnos en la memoria del pasado.