Si no perfecta, España bien podía alardear de ser una democracia guay. Perfecta, lo que se dice perfecta, quizá pretendía ser aquella del bipartidismo de facto del PSOE y el PP, que iba puliendo la llave maestra desde la crisis de UCD y la retirada de Suárez, buscando la simple y modélica alternancia en el poder. Sin otros competidores. O sea, el País de Alicia hecho Congreso de los Diputados. El optimismo llenaba las sedes de ambos partidos. Y después quedaba apuntalada la época más romántica de la transición. Los partidos nacionalistas, minoritarios, tomaban el papel de bisagra. Mantenían su imagen con trazos largos, firmes, rápidos y precisos, como en la pintura más apreciada. Y mantenían con perseverancia su relato nacional dentro del Estado. Pero un día (17.01.14) irrumpió Podemos en escena. Su vocación: la de clausurar el bipartidismo oficial, rompiendo unos moldes que parecían inamovibles. Hay que agradecer a Pablo Iglesias y a su gente ese ímpetu, ese esfuerzo y esas grandes dosis de imaginación con que lograron despertar de un cierto letargo a buena parte de la ciudadanía. También entre 2014-2015 se produjo la expansión nacional de Ciudadanos, con ambición de poner firme a la derecha ante los nacionalismos y de mostrar un frente político generacional plantando cara a Podemos. Todo esto no hacía sino incrementar la crisis del bipartidismo. Pero mi punto de vista, compartido con tantos y tantos ciudadanos, con estas experiencias cercanas que cargábamos sobre nuestras espaldas, era a fin de cuentas que "el desacuerdo en eso que llamamos democracia perfecta es lo más democrático que hay".