Desde que hace treinta años unos vietnamitas de visita en la fábrica me los regalaran, siempre me han acompañado. Son tres monjes diminutos tallados, con sumo detalle, en madera noble. Me aseguraron que cuidarían de mí, a modo de ángeles orientales de la guarda. Los alineé en una repisa. Las cosas iban bien, y a veces reparaba en ellos, supersticioso como soy. Procuraba no moverlos y tan solo, al pasar el polvo, los levantaba levemente para volver a dejarlos en idéntica posición. Fueron testigos del nacimiento de mis hijas y de más de un éxito profesional y personal. Cuando los naipes vienen torcidos los voy cambiando, tratando de recuperar la combinación original. La conclusión es sencilla: ellos ya no trabajan y he de conseguir la felicidad con mi esfuerzo y mis decisiones. Quizás ese era su secreto; empeñarse a fondo uno mismo sin confiar en cuentos chinos. Durante la pandemia he ensayado varias alineaciones, pero no he reunido el valor para meterlos en una caja. Por algo será.