Con el estado de alarma, se cerraron las residencias y los ancianos se quedaron aislados del mundo. Los familiares no han podido abrazarles, quizás se han podido ver por videoconferencia pero, si el residente es sordo, malamente habrán podido hablar por una tableta. Los trabajadores se han convertido en astronautas o ángeles caídos del cielo, vestidos con batas, gorros, máscaras, a veces con pantallas, de color blanco o azul cielo, ¿quién les reconoce? Nadie sabe quién es el ángel que les asea por la mañana. Siempre se ha defendido el derecho a una vida digna y el encierro domiciliario al que están sometidos es inhumano. Los ancianos saben que están en tiempo de descuento, que el árbitro en cualquier momento pita el final. Llevan tres meses, tres, sin poder salir de la residencia, sin estar con familiares, encarcelados, bajo el delito de no ser autónomos y necesitar ayuda. ¿Dónde está su calidad de vida? Las instituciones dicen que les custodian y les hacen pruebas PCR. Ellos no quieren custodias que les aíslen y desubiquen de sus hábitos; ellos, como todos, quieren vivir, pero vivir con dignidad, no en una cárcel o jaula de oro. Los días que restan deben de estar llenos de vida, y si nos llega el final del partido, morir, pero disfrutando de la vida. Ya estamos en la nueva normalidad podemos ir a Madrid, Benidorm y los ancianos, ¿dónde están? Aún recluidos, no vaya a ser que se contagien de vida.