Como en otros ámbitos de la vida, la política ofrece habitualmente escenas de absurdas celebraciones. Por ejemplo, la difusión de encuestas suele ser propicia para que se produzcan muestras de júbilo difícilmente explicables tratándose de lo que se trata. También las noches electorales nos brindan con frecuencia momentos que permanecen eternamente en nuestra memoria, como aquella despedida surrealista que Maite Esporrín dedicó a un Joseba Asiron que cedía la alcaldía, pero no a la eufórica socialista que quedó tercera con el 16% de los votos, sino a Navarra Suma. 

Desde que Carles Puigdemont y parte de la dirigencia independentista optó por la vía del exilio, se está produciendo en infinidad de frentes una enorme batalla judicial, cuyo (de momento) último capítulo conocimos anteayer. Pues bien, resulta difícil entender cómo es posible que de la lectura de una sentencia se puedan extraer conclusiones opuestas, hasta tal extremo que ambas partes ven motivos de celebración. Se trata en realidad de una cuestión recurrente, ya que apenas ha existido en este drama acto en el que no se haya proclamado victorioso ninguno de sus bandos.

Como uno no tiene conocimiento suficiente en la materia, prefiere leer lo que argumentan unos y otros, amén de otear con perspectiva lo que ha sucedido en la causa desde 2017. Es ese momento cuando se hace difícil la equidistancia sobre las razones jurídicas (sobre las razones políticas nunca fue uno equidistante). Sucede que unos han acertado mucho más que otros. Sucede que son precisamente los que vaticinaron extradiciones desde Escocia, Alemania y Cerdeña o aseveraron con rotundidad que Puigdemont nunca podría ser eurodiputado, quienes esta semana otorgan la victoria a Pablo Llarena. Visto lo visto, sería deseable que observaran con humildad las explicaciones de quienes constantemente les están derrotando con hechos en Europa.