La política actual se podría resumir así: palabras grandilocuentes, tono exagerado, gestos que sustituyen a las acciones, lenguaje bélico, escenificación de estar salvando algo que el adversario pretende destruir. El abuso de la exageración en el espacio público ha sido estudiado muy bien por Beatriz Gallardo en su libro Signos rotos. El escenario político está lleno de gente que nos advierte de la seriedad de los peligros que nos acechan, de signo contrario, pero igualmente trascendentales. Afortunadamente todo es más banal, inofensivo y mediocre; responde a estrategias interesadas que podemos adivinar y buena parte de la sociedad va aprendiendo a desarrollar un correspondiente escepticismo sobre los males anunciados. A la gravedad de los peligros hay que descontarle siempre la cantidad de dramatización que conviene a quienes los denuncian. Si en otras épocas el mejor ejercicio de ciudadanía madura y responsable era el compromiso o la movilización, hoy deberíamos aspirar a ser ese ciudadano escéptico que deconstruye los discursos con los que tratan de movilizarle.

La pirotecnia política más evidente es la proliferación del insulto, ciertamente grave, pero también forma parte del espectáculo la afectación dramatizada por sus destinatarios. La degradación del insulto, más que un problema es síntoma de una carencia, un recurso cuando no se acierta a confrontar, a acreditarse como una alternativa mejor mediante ideas y proyectos, sino tan solo por contraste con lo malo que debe de ser el enemigo. La descalificación del otro es una forma de recalificación propia. Además, el insulto no es tanto para denigrar al adversario (al que ha veces incluso fortalece) como para lograr el aplauso de la tropa propia. Tal vez esté aquí la razón siniestra de su éxito: si alguien insulta en un parlamento es porque sabe que fuera hay un público que lo va a recompensar.

La exageración en política ha generado un tipo de discurso en el que se denuncian golpes de estado, hay dictaduras inadvertidas por todas partes, se advierte de una confrontación civil inminente o nos enteramos de que hay terroristas decidiendo nuestro destino colectivo. El abuso del concepto golpe de estado revela mucho acerca del modo como entendemos la consecución del poder (propia o ajena). Este abuso tuvo su punto álgido en aquella hipérbole judicial que condenó a los líderes independentistas de Catalunya en 2019 y se ha convertido ya en un clásico para designar el modo como la izquierda se hace con el poder, siempre desprovista de legitimidad para ello. Hay modalidades de lo más creativas, como el original oxímoron de golpes que se dan “poco a poco” e incluso toda una tratadística acerca de “golpes de estado posmodernos”.

En otras épocas esto del golpe de estado tenía que ver con un asalto violento a los edificios del Gobierno o al Parlamento, a la vez que se tomaba la televisión; ahora, de haberlos, tendrán que darse de una manera que todavía no somos capaces de identificar. En cualquier caso, más que una ocupación de las instituciones, parece aconsejable que los golpistas se hagan con los poderes verdaderamente decisivos, que neutralicen las transformaciones sociales, que cierren el paso a la reforma constitucional o la renovación de ciertos cargos que modificaría las actuales mayorías (es decir: impedir que haya un contrapeso a las mayorías de cada momento). Lo más parecido a un golpe de estado es hoy una alteración de las reglas del juego justificada para impedirlo.

Una derivada de esta manera de pensar es la ligereza con la que se utiliza la expresión régimen para referirse al proceso que culminó en la Constitución del 78 o para descalificar las actuaciones de un gobierno al que se supone un poder que para sí quisiera. Un cambio de gobierno no es lo mismo que un cambio de régimen, por mucho que haya quien así lo tema o lo desee. Si habláramos de gobiernos en vez de regímenes no exageraríamos su provisionalidad ni cuestionaríamos su legitimidad. Cuando además se impugna lo que hace un gobierno en nombre del constitucionalismo, ¿qué clase de Constitución es esa que permitiría a un nuevo gobierno cambiar de régimen?

Esta manera de pensar y hablar pone de manifiesto una concepción muy peculiar del poder y de la historia. En el imaginario de los más políticamente inflamados la llegada al poder se entiende como un asalto (para bien, si se trata del cielo, o para mal si la mayoría de la investidura incluye a algún socio legal al que no se termina de reconocer la legitimidad para participar en ese tipo de operaciones). A juzgar por lo que dicen, conciben la historia como un brusco encadenamiento de situaciones extraordinarias, anormales, en el que se suceden las excepcionalidades y un gobierno ilegítimo (cuando gana la izquierda) es reemplazado por otro que supondría un retroceso democrático (cuando gana la derecha). De ser esto cierto, no habría una continuidad democrática de gobiernos mejores o peores sino una frenética alteración de las condiciones democráticas.

Todo esto dice mucho de nosotros mismos, de cómo concebimos la democracia y manejamos las reglas del juego. Revela una gran impaciencia y una buena dosis de vagancia. Quien no piensa en términos de alternancia sino de alteración suele practicar una política de rendimiento a corto plazo y se ahorra así el esfuerzo de hacer mejores análisis de la realidad y de construir las mayorías necesarias. Y quienes contemplamos tanta pirotecnia no deberíamos dejarnos deslumbrar por los discursos enfáticos ni atemorizar ante los escenarios apocalípticos que anuncian. l

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia. Premio Nacional de Investigación en Humanidades 2022