emetrio era el hijo mayor de la prole que había gestado la señora Basilia, una mujer recia de aquella España que vestía a las viudas de negro permanente de la cabeza a los pies. Su primogénito —el mencionado Demetrio—, soltero como el benjamín de la saga, vivía en la casa familiar en compañía de la madre. Él era carpintero y desarrollaba su labor en un taller de su propiedad en el que, una vez inactivo, cultivó unas gallinas.

Demetrio era un tipo listo. Y leído. Le gustaba hablar. Dar su opinión por casi todo y apuntar sucedidos y moralejas a sus relatos con esa filosofía de pueblo curtida en la tradición oral. En sus conversaciones que situaba en lo escuchado en la radio o en lo poco de actualidad general que había contemplado en la televisión, Rabiño, que así había sido apodado en el lugar, difícilmente daba su brazo a torcer. Era testarudo y pretencioso. Su carácter tenía un cierto barniz progresista, muy propio de los represaliados republicanos que durante años silenciaron sus opiniones por miedo a la represión. Sin embargo, en los primeros años sin Franco, quienes habían callado expresaron sus ideas como quien descorcha una botella de gaseosa tras ser sometida a la presión del tiempo. Quizá por ello, aquel carpintero huesudo y arrugado, casi sin dientes, pelo pincho y uniformado con camisa gris y pantalones de pana estrecha, se presentó a las primeras elecciones municipales y salió elegido concejal en las filas del socialismo. Sus arengas y sentencias eran permanentes, y en todas ellas finalizaba con una expresión que, por repetida y por sonar a exigencia de aprobación, resultaba un tanto impertinente. Demetrio siempre acababa sus peroratas con una exigencia de aprobación: "¿Has oído?". Era como el corolario de sus ideas, que por insistencia parecías tener que asentir. "¿Has oído?" —repetía con empeño— y su pregunta-latiguillo se convertía en el imperativo de un pelma dogmático incapaz de escuchar más allá de sus propias palabras. El exceso de plática terminó por provocar que cuando alguien vislumbraba la presencia del resabiado carpintero, la gente, y yo el primero, hacía mutis por el foro.

Demetrio duró poco en el consistorio. Sintió que nadie le hacía caso y que su voz clamaba en aquel desierto de mentes, para él "incultivadas". Rabiño y sus verdades se fueron aislando y el personaje terminó por enfadarse con todo el vecindario. Se trasladó de casa y ocupó un almacén cercano de su propiedad. En su afán individualista por llevar lo suyo adelante y de dar lecciones a los demás, quiso proteger su territorio. Hacerlo invulnerable. Hasta el punto que construyó un muro alrededor de su nuevo hogar que interrumpía la servidumbre de paso tradicional de un camino existente desde que mi memoria alcanza. Aquella empalizada impedía a varios vecinos de la zona acceder a sus propiedades por donde siempre lo habían hecho. Y, en respuesta al muro, aquellos afectados levantaron otra pared que imposibilitaba el acceso al almacén-vivienda de Demetrio.

Este, obcecado por defender sus razones a capa y espada, en lugar de llegar a un acuerdo con sus colindantes, estiró su cabezonería hasta el final. Y así, durante años, el hombre del "¿has oído?" pero que no escuchaba a nadie, se vio obligado a entrar y salir de su morada por una ventana trasera que daba al cauce seco de un viejo arroyo. Una pequeña rambla que en los días de tormenta recuperaba su lecho de escorrentía natural y servía de aliviadero urbano a los aguaceros.

Aislado y solo murió Demetrio. Sin nadie que atendiera su llamada de atención. El hombre que sólo oía sus propias palabras. Su féretro salió de casa por la ventana. Símbolo del empecinamiento y de la falta de empatía. En la calle aún se conserva el laberinto de muros y vallados que la incomunicación humana levantó en un pequeño pueblo de Burgos.

La falta de diálogo es uno de los males que condiciona negativamente la convivencia humana. Y más que el diálogo, lo que necesitamos con urgencia es escuchar a los demás. Escuchar de verdad porque, muchas veces, solo estamos dispuestos a oír lo que otros piensan o dicen si sus conclusiones coinciden con las propias o si nos dan la razón.

En ocasiones, cuando se dice que se busca el acuerdo, o la negociación, solamente se atiende a los intereses propios. Se pretende que el de enfrente haga actos de fe que demuestren su lealtad. Es lo que está ocurriendo con el Gobierno español y sus múltiples acciones. Desde la conocida reforma laboral a otras leyes que aprueba exclusivamente bajo su criterio y luego, cuando necesita ratificarlas en el Parlamento, intenta que sean asumidas sin contemplación alguna por sus pretendidos aliados. Es, seguramente, un ejercicio de soberbia y de falta de respeto a sus pretendidos socios, al tiempo que un procedimiento estéril, pues no reconoce su propia debilidad de gobernar en minoría, necesitado de apoyos que no consigue pues lo que ofrece simplemente es la adhesión. El sanchismo y lo que representa tiene que convencerse, de una vez por todas, de que su estabilidad no sólo depende de su organización sino que su anclaje de seguridad pasa por la confianza de otros. Y esa confianza se gana atendiendo las necesidades y las propuestas de tales compañeros de viaje.

Luego están los que ni sienten ni padecen. Quienes hablan otro idioma, el suyo. Los que no tienen inconveniente en tergiversarlo todo para, también, denostarlo todo y acabar su sofisma con un "¿has oído?". Son los monologuistas de la política. Los que lo fían todo en un argumentario, a una acumulación de hipérboles de suma cero.

No. No hay cultura de la escucha. Y mucho menos del diálogo comprometido siendo éste, el del respeto a las ideas y a la legitimidad de los demás, la gran asignatura pendiente de los agentes políticos del Estado. No hay una cultura colaborativa capaz de hacer que los agentes políticos se pongan en los zapatos de los demás. La empatía no existe. Solo existe la búsqueda de la destrucción del adversario, su derrota.

Esa dinámica de la incomunicación es la que provoca, en buena parte, el desapego de la representación política con la sociedad en general. Los políticos no son capaces de escuchar lo que la gente dice y piensa.

Los partidos políticos que han perdurado en el tiempo y que han llegado a la longevidad por su éxito con la sociedad que representan, lo han conseguido básicamente porque en todo momento histórico han sabido leer, han sabido escuchar, a la gente de la calle y, humildemente, han tratado de dar respuesta a sus inquietudes. Son los partidos a ras de suelo. Interclasistas. Intergeneracionales. Organizaciones pragmáticas, posibilistas, alejadas del "realismo mágico" o de la tentación de las elites. Partidos con los ojos bien abiertos, como la lechuza ateniense, atenta en todo momento al desarrollo de los acontecimientos.

El mundo que vivimos se encuentra en transformación permanente. La globalidad nos está dejando fenómenos radicales que están cambiando nuestras vidas. Las crisis sucesivas financieras, económicas, sanitarias, climáticas, etc reportan nuevos desafíos a los cualquier sociedad organizada deberá hacer frente. El individualismo, los populismos, la creciente exigencia social de más y mejor bienestar sin corresponsabilidad añadida, son consecuencias de un nuevo tiempo que se nos viene encima y que deberemos diagnosticar bien si queremos salir bien parados de sus efectos.

El nacionalismo vasco centenario y aún gobernante hará bien en tomarse en serio tal desafío si su intención es continuar impulsando y liderando la construcción nacional de un nuevo país llamado Euskadi. Deberá volver a situar todos sus radares sensitivos para interpretar los latidos generados por comunidad humana que aquí vive. Escuchar para conocer de primera mano, la realidad social. Para estar presente, en la máxima cercanía con una sociedad organizada en la que vuelva a tener, una vez más, la complicidad de la gente. El PNV deberá volver a afanarse para conocer otras realidades distintas a la vasca y extraer de todas ellas lo mejor de su experiencia para poder, posteriormente, aplicarlo aquí.

Hoy, en Euskadi, es tiempo de escucha activa, de recibir la información de todos aquellos agentes, personales o grupales que estén dispuestos a construir un proyecto común para el futuro de este país. Es tiempo de atender, de tomar nota, de agudizar los sentidos para, en su momento, dar las respuestas adecuadas. Es tiempo de escuchar. Miembro del Euskadi Buru Batzar del PNV