Hubo un tiempo en que visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento y dar posada al peregrino eran consideradas obras de misericordia (¿justicia?) por la Iglesia católica. Ahora, el Mediterráneo se ha convertido en la prueba irrefutable de que el mundo ha dado un giro de 180 grados. Todos o casi todos, nos hemos hecho más pancistas, insolidarios, miserables, mezquinos y ruines. Nos escandalizamos cuando nos muestran la imagen del niño sirio Aylan Kurdi, de tres años, muerto en una playa turca. Incluso derramamos lágrimas, pero son solo de cocodrilo. Inmediatamente olvidamos todo y nos zambullimos en nuestro mundo de confort, comodidad y egoísmo. El nuevo ministro del Interior y vicepresidente de Italia, líder de la xenófoba Liga, Matteo Salvini, ordenó el cierre de todos los puertos del país para impedir el acceso del buque humanitario Aquarius, con 629 inmigrantes a bordo, de ellos 123 menores no acompañados, 11 casi bebés y siete embarazadas, arrancados de una muerte segura en el mar. Durante horas las autoridades de Italia y Malta se negaron a acogerles, echándose la culpa los unos a los otros. La agencia de la ONU para los refugiados ordenó a los dos países que permitieran inmediatamente el desembarco de los afectados por ser “un imperativo humanitario urgente”. También Berlín hizo un llamamiento a “todas las partes” con idéntico mandato: “asumir las responsabilidades humanitarias”. Pero nadie movió un dedo, el Aquarius siguió paralizado a 35 millas náuticas de Italia y a 27 de Malta. Los alcaldes de Reggio Calabria, Messina, Nápoles y Palermo prometieron abrir sus puertos, pero solo fueron palabras. La solidaridad apareció esta vez en Euskadi, donde Urkullu se ofreció para acoger a un 10% de los refugiados, también Barkos, Ada Colau y Joan Ribó. Pedro Sánchez aceptó finalmente a Valencia como ‘puerto seguro’. Salvini no se avergonzó sino todo lo contrario. Lanzó un grito obsceno de ¡vittoria!, como si la Squadra Azzurra hubiera marcado un gol.