A principios del siglo XX tres enfermedades aterrorizaron el mundo considerándolas incurables: la tuberculosis, el alcoholismo y la sífilis. Esta última, a pesar de la extensión de la dolencia, era un estigma secreto de la que se evitaba hablar en público por la repulsa moral que suponía. El silencio de la moralidad médica victoriana generó miles de teorías cada vez más disparatadas. En ocasiones se culpó de su propagación a los dentistas, a las nodrizas, a las navajas de los barberos y en Francia, determinado grupo anticlericano, le echó la culpa al agua bendita. De nuevo el secretismo oficial y la ignorancia buscó culpables en los países vecinos. En Italia, Alemania y Reino Unido a la sífilis se llamó “enfermedad francesa”. En Francia, “mal napolitano”. En Rusia “enfermedad polaca”. En Polonia, “enfermedad alemana”. Y en los Países Bajos, Portugal y norte de África, “enfermedad española”. La sífilis, en una sociedad mojigata y puritana, se erradicó oficialmente por decreto, aunque todos los días siguiera sembrando la muerte en Europa. En 1899 se puso fin a tal disparate, organizándose la primera conferencia internacional para la prevención de la sífilis, creando el doctor Alfred Fournier la especialidad médica de sifilografía que abrió las puertas a la terapia y encauzó el problema. En 1907, el silesio Paul Erlich (1854-1915) creó el Preparado 606 o Salvarsan que inició su curación definitiva. El ignorar los problemas que nos disgustan, especialmente en política, no los resuelven, sino que los complican, dificultando el hallazgo de la solución. Es primordial evitar tabús y censuras que escondan los síntomas. Un dictamen acertado necesita luz y taquígrafos. Anatematizar la realidad, como se ha hecho tantas veces en España, es una pérdida lamentable de tiempo, porque los conflictos no desaparecen negándolos, sino alumbrando verdaderas soluciones. El nuevo Gobierno de Pedro Sánchez tiene por delante importantes problemas a resolver. Sería una equivocación hacer caso al PP y a Ciudadanos, cerrando los ojos.