La pasada semana volvió a salir en periódicos y televisiones la fotografía de la primera mujer a la que trasplantaron la cara. El rostro recompuesto de la francesa Isabelle Dinoire se hizo conocido cuando, hace once años, se presentó al mundo como la primera persona a la que se había injertado la cara (boca y nariz incluidas) de otra fallecida. La noticia dio la vuelta al mundo como el gran adelanto médico que fue, ya que otros trasplantes faciales habían sido parciales. Nos enteramos la semana pasada de que la paciente ha fallecido, pero no ahora, sino hace cinco meses, en abril. Y no de cualquier enfermedad sino de una acarreada precisamente por el rechazo provocado por aquel trasplante. Al menos, así lo creen los expertos. Han empezado a escucharse voces en la comunidad científica que critican el oscurantismo, cuando no ocultación, del deceso de una mujer, a la que ahora designan con iniciales, mientras que hace cinco años tenía nombre, apellidos y fotos por doquier. Expertos en ética médica han levantado el debate y se preguntan si las decenas de trasplantados de rostro que existen en el mundo, aunque sean parciales, no tienen derecho a saber que lo que fue presentado como un gran paso médico, ha sido, por ahora, un viaje sin retorno.