Después de agarrarse los pantalones, descalzo, Bruto intentó con una mano tomar el cinturón que le habían hecho quitar y, mientras se calzaba, gruñía al vigilante que inspeccionaba las maletas, en busca de una bomba, mientras los de atrás parecían empujarle, con prisas, porque parecían perder el avión. Pero lo peor no era sólo el medio desnudarse y el esperar en largas filas los controles de seguridad: "¡Malditos fanáticos terroristas!". Lo peor era el lugar de llegada, y había visto lo mismo ya en Inglaterra, en Francia; ahora en Alemania; la civilización se derrumbaba. En vez de Frankfurt se encontró en Hahn, sin lugar, con un mínimo edificio donde se concentraban tiendas y locales de comida-basura. Todo lleno de carteles publicitarios, no encontró la entrada para su vuelo en el diminuto hangar donde se concentraban los desdichados viajeros. Afuera, ni siquiera había dónde cubrirse de la lluvia. Tenía que tomar un autobús que cada hora pasaba, y más de una hora más tarde, llegó a Frankfurt. Infierno sobre los aires enlatado. Tras varias vueltas por el inmundo mundo de las nubes, donde atropellan a los ángeles con ruidos infames mientras venden colonias que debieran ser de azufre, cuando llegó a la nueva terminal 4 de Barajas, en Madrid, se emocionó ante la belleza de ese monumento, como Charles de Gaulle, de París o el aeropuerto de Bilbao, con fabuloso diseño de Calatrava, para bien de la sociedad, frente a los mercaderes que nos escatiman incluso el letrero del retrete, si es gratuito. Llegó Bruto a otro de esos almacenes de turistas y allí le dijeron que había que pagar para orinar. En la entrada, un jovencito con estudios bostezaba. Hasta que le vio cómo se extrajo la goma excretora y masculina con la que le apuntó a su boca en forma de O y disparó.

Dicho esto, no me quedo tranquilo sin una pequeña aclaración: quedarse en casa no equivale a no viajar. No lo haces físicamente, es decir, hacia afuera, pero hay otras alternativas. Por ejemplo, hacer trabajar a la mente, a la imaginación, etc., sin condenarlas a un letargo veraniego. Al alcance de todos está la aventura apasionante de intentar viajar al interior de uno mismo. Es sorprendente el volcán de pasiones, sensaciones y sentimientos que bullen en nuestro inconsciente mas profundo. ¿Será cierto que solemos tener miedo de nosotros mismos? Pues sería una pena porque intentar huir de nuestro yo más profundo puede suponer la pérdida de lo mas valioso del ser-persona. ¿Por qué no probar un cambio de rumbo? Intentar conocernos mejor a nosotros sin el agobio del día a día, tiene su encanto y su misterio.

Por de pronto, solemos llevarnos la sorpresa de sentirnos más cerca de otras personas y sintonizar mejor con sus penas y alegrías. Esa proximidad nos exige, a veces, echar una manita a alguien. ¡No pasa nada! Curiosamente, el esfuerzo de hacer un favorcillo que otro te deja un buen cuerpo, en lugar de la conocida resaca. Normalmente quienes prueban de este placer no lo cambian por nada y acaban siendo reincidentes en su particular fiesta de la generosidad.