La intentona golpista perpetrada por miles de bolsonaristas radicales dejó en evidencia el clima de división social en Brasil y ha puesto a prueba el liderazgo del presidente Lula da Silva frente a un Jair Bolsonaro cada vez más aislado. El asalto a las sedes del Parlamento, la Presidencia y la Corte Suprema se saldó con una nueva demostración de fuerza de todas las instituciones, que respondieron con una sola voz ante los actos “terroristas” y “golpistas” del 8 de enero en Brasilia.

Fueron cuatro horas de caos, pillaje y vandalismo en el corazón de la democracia brasileña. “Es un episodio de proporciones inéditas en la historia de la política brasileña”, afirmó a Efe el politólogo Rogério Arantes, profesor de la Universidad de Sao Paulo (USP) especializado en constitucionalismo.

Unidad

Con apenas una semana en el poder, Lula actuó de forma quirúrgica para acabar con una insurrección que dejó 1.500 detenidos y una imagen exterior muy negativa.

Decretó la intervención federal en el área de seguridad de Brasilia y organizó reuniones de urgencia con los jefes de los poderes Legislativo y Judicial y con los 27 gobernadores del país. Prácticamente todos asistieron, incluidos los alineados con el exmandatario Bolsonaro, como el de Río de Janeiro, Claudio Castro; y Sao Paulo, Tarcísio de Freitas, quien fue ministro de Infraestructura durante su gestión.

Y si el pasado domingo los golpistas subían la rampa del Palacio de Planalto –sede del Gobierno– y destruían todo lo que encontraban a su paso, el lunes, Lula la bajó agarrado del brazo de los jueces del Supremo, los ministros de su Gobierno y los gobernadores regionales.

Sin embargo, la crisis no acaba en el frustrado golpe del domingo. El bolsonarismo más radical ha mostrado músculo en la calle. En los días siguientes a la victoria de Lula en las elecciones de octubre, miles de bolsonaristas bloquearon cientos de carreteras y levantaron campamentos a las puertas de los cuarteles.

Durante los dos meses que estuvieron en pie, en medio de la anuencia del Ejército, circuló la desinformación, el fanatismo, y las teorías conspiratorias, alimentadas por el silencio de Bolsonaro, quien sigue sin reconocer su derrota en las urnas.

Fue el caldo de cultivo que desembocó en el intento de golpe de Estado, en un contexto de altísima polarización que se vio de forma clara en la segunda vuelta de las presidenciales, que Lula venció por apenas 1,8 puntos sobre Bolsonaro (50,9%-49,1 %).

El dirigente progresista asumió el compromiso de “pacificar” el país, aunque tendrá “grandes dificultades” para alcanzar ese objetivo debido a la imperante división política.

Bolsonaro en EEUU

Al mismo tiempo que mostró capacidad para movilizarse, el bolsonarismo radical restó su espacio en el ámbito institucional y ha dejado a Bolsonaro entre la espada y la pared.

El expresidente salió con un enorme capital político de las elecciones, pero su marcha a EEUU el 30 de diciembre sin billete de vuelta, y su tibio rechazo al vandalismo vivido en Brasilia socavan sus opciones de liderar la oposición. De hecho, varios de sus más próximos aliados ya se han distanciado de él. l

En corto

l Los posición de Bolsonaro. El expresidente Bolsonaro lamentó ayer desde el hospital de Orlando en el que se encuentra internado por dolores abdominales, que no haya tenido “días tranquilos” desde llegó a Estados Unidos. “Este es ya mi tercer ingreso por obstrucción intestinal grave. Vine a pasar un tiempo fuera con la familia, pero no he tenido días tranquilos. Primero, hubo ese lamentable episodio en Brasil y después mi ingreso en el hospital”, lamentó.

l Liberan a 600 personas. La Policía puso ayer en libertad a cerca de 600 personas –madres de niños pequeños, mayores de más de 65 años y otras con enfermedades– acusadas de participar en los actos del domingo. Todos ellos habían sido detenidos tras ser desalojados del campamento que por más de dos meses estuvo instalado a las puertas del cuartel general del Ejército, en Brasilia.