Una de las herencias de la Guerra Fría es la unidad de “Occidente”, entendido como Europa y Estados Unidos, dos bloques más o menos unidos por el Atlántico y cuyas economías y sistemas políticos tienen en común la libertad de mercados y la democracia.

Pero este acuerdo es más teórico que real y probablemente no hay forma de que sea mucho más real porque las condiciones económicas e históricas a ambos lados del océano son muy diferentes.

Si las realidades del momento impulsan a muchos a repasar la historia reciente, en cuestiones económicas los hechos parecen opuestos: un país vasto y semidespoblado como Estados Unidos, con recursos naturales abundantes, ha de tener unos planteamientos muy diferentes de los que imperan en un continente tan pequeño como Europa, que muchos ven incluso como una mera península asiática.

Pero la población europea supera a la del gigante americano. Frente a los 332 millones extendidos a lo largo de 9,3 millones de kilómetros cuadrados de Estados Unidos, el conjunto de Europa sin Rusia tiene más de 600 millones concentrados tan solo 6 millones de kilómetros cuadrados. La diferencia en densidad es de 110 habitantes por kilómetro en Europa, frente a tan solo 34 en Estados Unidos. A esta diferencia en espacio se suma la de los recursos naturales: Estados Unidos puede exportar grandes cantidades de materias primas y tiene la capacidad de obtener energía en tales cantidades que hoy en día es el mayor productor de petróleo del mundo. Es algo posible gracias a sus vastas extensiones y a una política mucho menos restrictiva que la europea a la hora de aprobar el fracking para la obtención de gas y petróleo.

Además, su avanzada tecnología le permite exportar grandes cantidades de gas licuado que encuentran un cliente ávido en la Europa que antes compraba su energía a Rusia y ahora ha de recurrir a otras fuentes de suministro. La factura que Europa ha de pagar se ha vuelto mucho más elevada y los intercambios comerciales entre ambos bloques favorecen ahora mucho más a Washington que a la Unión Europea.

La ventaja norteamericana es todavía más notable si se compara el nivel de ingresos: mientras que en Estados Unidos la renta per cápita es de más de 67.000 dólares, en Europa ronda los 45.000. Estas diferencias se pusieron de manifiesto en la visita a Washington del presidente francés Macron, recibido con todos los honores en la capital norteamericana y visto como un portavoz de Europa. La Casa Blanca lo escuchó, pero no se comprometió a cambios en su política comercial ni económica, por mucho que Macron presentara sus propuestas para una mayor colaboración y coordinación.

Y es que el horno no está para bollos en la capital norteamericana, donde el presidente Biden se enfrenta a una etapa más difícil de su presidencia cuando entre en funciones el nuevo Congreso en enero: la oposición republicana podrá frenar sus proyectos y la Casa Blanca verá sus acciones limitadas por el enorme déficit fiscal y una política de reformas excesivamente ambiciosa, aprobada por una mayoría de su partido en los últimos dos años.

Esta mayoría era escasa ya antes de las elecciones. Republicanos y demócratas estaban empatados en el Senado y la Casa Blanca necesitó más de una vez el voto de su vicepresidenta para romper el bloqueo legislativo. En la cámara baja, que es el Congreso, la mayoría demócrata era de tan solo cinco escaños.

No es que los números hayan mejorado mucho para los republicanos: el Congreso ha cambiado de signo pero la ventaja republicana es igualmente minúscula, mientras que su situación en el Senado es todavía peor porque perdieron un escaño en las elecciones de este pasado noviembre.

Pero si la mejoría es escasa en votos, es grande en consecuencias porque pueden frenar la mayoría de las iniciativas de sus colegas de la oposición –y del propio presidente–.

Ni un partido ni otro se verá tentado a replantearse su relación con Europa, en parte porque no les hace falta y, sobre todo, porque las diferencias son insalvables, por muchas declaraciones de unidad de Macron y Biden.

Aquí en Washington, muchos medios informativos se concentraron en detalles más bien vacuos de la visita de Macron, como el menú de la cena de gala en su honor. Allí se sirvieron langostas de Maine, las más apreciadas del país y lo hicieron para “satisfacer el refinado paladar francés”, pero el menú desagradó a los defensores del medio ambiente, preocupados por las consecuencias que su pesca puede tener para las ballenas. Tampoco les gustó a los sibaritas que criticaron la preparación de las 200 langostas, mientras que otros políticos lamentaron que el precio pagado por los crustáceos era insuficiente.

Pero, como en todo, había dos partes: los dos senadores de Maine se felicitaron por la elección del menú, mientras que los productores de langosta se vieron reivindicados por el reconocimiento de la calidad de sus productos. No hubo comentarios culinarios por parte de Macron, que culminó su visita al país con un pequeño viaje cultural a Nueva Orleans, la capital de Louisiana que Napoleón vendió a Estados Unidos en 1803 por 15 millones de dólares, equivalentes a casi 300 millones hoy en día.

Si Francia, como el resto de Europa, no puede competir en recursos naturales o económicos con Estados Unidos, puede en cambio refugiarse en su historia y su cultura. Lo hizo ya hace algunas décadas en Canadá, un país cuyo abominable francés mejoró de forma notable cuando Francia les ofreció sus programas televisivos.

Parece que Macron quiere recuperar la tradición francesa en el estado de Louisiana y allí no se habrá de enfrentar a ninguna oposición organizada, pero es improbable que la población norteamericana, que no ha mantenido las tradiciones de ninguno de sus países de origen, pase de una simple francofilia a un verdadero conocimiento la lengua y la cultura francesas.

Es probablemente acertado que Macron mantenga buenos lazos con Estados Unidos: a pesar de las diferencias en recursos y planteamientos, los dos aliados transatlánticos son inseparables. Ni Estados Unidos puede abandonar a su aliado europeo que forma un cinturón frente a los colosos asiáticos, ni Europa puede desligarse del único aliado que le garantiza la independencia frente a sus vecinos orientales.