No me gustan las reformas fiscales. Me pone nervioso el simple anuncio. Es una cuestión de desconfianza, simplemente. La misma que desprenden en su actividad diaria las haciendas públicas hacia sus contribuyentes. Sé que el mundo y sus costuras, a punto de reventar, exigen cambios continuamente, que hay que obtener recursos para mantener el bienestar social. Pedro Sánchez soltó un discurso en mi opinión para quitarse el sombrero en Davos, donde cara a cara, les dijo a las élites: oigan, o arriman el hombro, o esto se va a la mierda y la vamos a tener. Y sí, yo también creo que es necesario redistribuir la riqueza, pero me temo que de paso terminarán metiéndole al IRPF su parte también. Un 21% al que paga 20%, un 30% al que paga 28%, y un 40% al que paga 35%. Aumentar la progresividad se le llama también. Que si gana 60.000, que si gana 100.000, ¡como si son 500.000! Subir impuestos a las rentas del trabajo, por muy generosas que sean estas, o al ahorro, ahonda en la injusticia si la bolsa sigue teniendo agujeros sin remendar en el fondo, porque carga al que ya paga, mientras queda libre el que se escaquea y eso mosquea muy mucho. El problema es el que está fuera del radar o se vale de mecanismos injustos u obsoletos, de ingeniería, lagunas del sistema o paraísos fiscales. Ahí sí.