Los rostros, informes por la fatiga, acumulando las arrugas del cansancio y los surcos del padecimiento, se alternaron en un terreno desértico que mordía. Un desconsuelo. Todas las caras son la misma en lugares áridos que apenan los adentros. La cara del viejo Damiano Caruso, que atacó en el infinito Collado Venta Luisa, a 70 kilómetros de la cumbre de Velefique, un puerto eterno que abruma porque no se acaba su letanía, posee la luz mortecina de los días duros y crepusculares, pero se le iluminó para conducirle a la gloria. La faz de Primoz Roglic, el líder imperturbable, es la máscara de hierro de la Vuelta. El líder no parpadeó aunque en Velefique, el puerto que añadió años en cada metro, le atacaron desde todos los costados. El esloveno esquivó las balas y se rearmó en la cumbre, compartida con Enric Mas, al fin destapado. Llegaron juntos. A solas.

Por debajo, otras caras, todas desfiguradas por un esfuerzo agónico, al límite. López, Yates y Haig contaron 39 segundos de pérdida. Bernal y Ciccone, 1:05. Entre los rostros de la derrota, ninguno como el de Mikel Landa, hundido. Ojeroso. La nariz chata. Deforestado por dentro. La tristeza, sacudiéndole la piel. Velefique fue la mesa de autopsia del alavés, desamparado ante una montaña que le dejó sin vistas en la Vuelta. Se derrumbó Landa, a un viaje lunar de lo que se le supone. La debilidad mostrada en episodios anteriores fue le preámbulo de su capitulación. Bandera blanca. Quebrado, el alavés llegó a cuatro minutos de Roglic y Mas. El alavés está a 5:47 del líder. Corren carreras distintas. Caruso, segundo en el Giro en el que se partió Landa, estaba para ayudar al de Murgia. "Lo siento por él", expresó el italiano, que antes de que partiera el día apuntó que "puede ser una buena etapa para la escapada y pelearé por estar ahí". Caruso estaba dispuesto a caminar o reventar en paisajes desérticos y turbadores, en carreteras que son una anomalía; el viaje a ninguna parte. Caruso alcanzó el clímax en Velefique, donde quedó enterrado Landa y Mas desafió a Roglic.

En esos no lugares, Majka, Bardet y Amézqueta, que estuvieron con Caruso tiempo atrás, se quedaron en un limbo, colgados en la intrascendencia cuando asomó el Castro de Filabres, otro puerto para la penitencia y el jadeo en lugares inanimados entre el cielo y la tierra. No hay alivio para el espíritu en tierras desalmadas, donde las montañas arrancan trozos de vida. El Jumbo rebajó la tensión. Racaneó. Vuelo para Caruso, que se siente adolescente en su segunda juventud. La que le acarició en el Giro y que mantiene en la Vuelta. El italiano enfocó el Velefique, 13 kilómetros de longitud y un 6,9 por ciento de desnivel. Un gigante. Un calvario. A Caruso no le asustó el reto en un terreno con aire lunar, un puerto que genera temor. Caruso es resistente. Maratoniano. Aliento largo el suyo. Un penacho blanco, el pueblo, apenas 230 habitantes, anunció el ascenso del italiano, un llanero solitario entre paredes mudas que observan el gateo de los corredores, agarrados a un castigo. Cabezas gachas. Clavadas en el asfalto. Da miedo mirar para arriba.

EXPLOSIÓN DE LANDA

Sivakov regresó al centro del escenario para limar a Caruso, convertido en amenaza. Van Baarle, otro relevista del Ineos, reventó a Landa, al que se le apagó la Vuelta en el horno de Almería. Agonizó. Deshabitado. El de Murgia resopló su derrota. El rostro rojo. Al límite. La Vuelta le abandonó en el arcén. Después de sostenerse en equilibrio como pudo en el Picón Blanco, el alto de la Montaña de Cullera y el Balcón de Alicante le señalaron. Se desprendió en Velefique. Le tragó la montaña. Hecho cenizas en el infierno. Ardió Landa, que quiso camuflarse durante la primera semana, pero la montaña le desnudó a pedazos. La máscara se le resquebrajó del todo. Sin fondo, ni sus compañeros pudieron remorcarlo. Solo contra el paredón.

Aniquilado Landa, Adam Yates agarró la antorcha. Fuego. Miguel Ángel López puso la gasolina. Pira entre rectas desasosegantes y curvas que retuercen voluntades. Roglic mantuvo la mirada serena. Después aceleró para coser la herida con uno de sus esprints. A Bernal le dolían los cambios de ritmo. El colombiano supuraba. Mas tardó en entrar en ebullición, pero lució mejor. Roglic, rocoso, sólido, gestionó cada altercado. Yates volvió a la carga. También López. El esloveno no entró en pánico. Dominó la escena a pesar de su soledad. Dejó que Velefique, tremendo, cruel, inclemente, fuera tomándose la revancha de los amotinados. Era un puerto de digestión lenta. Yates, picajoso, soltó otro latigazo. El chasquido quebró a Bernal. El colombiano tuvo que perseguir con las luces de emergencia. Landa, en el sótano, solo tenía la compañía de su sombra, el consuelo de uno mismo.

Enric Mas se erizó. Retó a Roglic. "Hacía tiempo que no disfrutaba tanto encima de la bici", expuso el mallorquín. Sacó la cresta. Apuntó ambición. Arrancó y Roglic se colgó de él. El esloveno subió en el carruaje que le propuso Mas. "No creo que le puse contra las cuerdas", se sinceró el del Movistar, consciente de que el líder gestionó la ascensión con inteligencia. El arrastre de Mas perjudicaba a López y anestesiaba a Yates, de camillero de Bernal. El inglés laminó al colombiano con su insistencia. Tácticamente, el Ineos se pegó un tiro en el pie. Enredados. Roglic, líder único, se anudó a Mas. En la cima, tras el festejó del inagotable Caruso, el esloveno colocó tres segundos al del Movistar. Cargó con 45 segundos, bonificación mediante, a López y Yates y con 1:11 a Bernal. El esloveno, que es de kevlar, reforzó aún más su estatus en el Velefique, la montaña que desnudó la Vuelta de Landa.