Nadie esperaba a Tim Merlier en Novara. El belga inesperado certificó la victoria en la cuna de Giusseppe Saronni, un coleccionista de victorias, campeón de dos Giros. Solo la sorpresa, que no entiende de jerarquías ni currículos y asoma cuando le viene en gana, siempre caprichosa, hija del destino, le aguardó. El belga se agarró a la liana de la victoria con un esprint sensacional que dominó desde el sótano hasta la azotea. Allí pretendían divagar Gaviria, Sagan, Viviana o Ewan, pero no contaron con el queroseno de Merlier en su mejor victoria de siempre. El belga les quemó con su impulso. Se personó con contundencia Merlier, que con su martillo hidráulico clavó al resto. Ni el viento de cara pudo con Merlier, que dejó huérfana su rueda trasera. Desde ese rincón trató de remontar Nizzolo, pero su salvoconducto, el que luce en el casco, no fue suficiente. Merlier le bajó la barrera. Prohibido el paso. El italiano no supo qué decir.

Tampoco Viviani, cuyo discurso atropellado se quedó cortó frente al fugaz Merlier, lacónico en su esprint. Sagan quiso brotar, pero no encontró el sustrato necesario para mostrar su flor. En ese avispero también se dejó ver Groenewegen, el ciclista proscrito desde que una maniobra suya mandara al hospital a Jakobsen meses atrás. El neerlandés regresaba a la acción. Todavía necesita rodaje. Le falta el repris de la competición. Tiene que quitarse el óxido. Merlier no sabe lo que es eso. En Novara, los favoritos se dieron la mano tras una jornada de escaso octanaje. Solo el esprint triunfal de Merlier dio lumbre al día.

Las victorias de los vencidos, de la vidas anónimas que se pierden en la niebla del costumbrismo, contienen a menudo más aristas y recovecos que las historias de los grandes campeones, a los que se les mide por el palmarés, como si fueran más dioses que humanos. Por eso, cuando Umberto Marengo se enganchó a la fuga de siempre, la tradición dice que las huidas hacia ninguna parte son el genoma de los desesperados, de los que nada tienen que perder, brotó su historia íntima. Un pasaje que le define como persona y le da más altura que cualquier gigante con la vitrina repleta de oropel y fama.

El legado de Marengo no serán los kilómetros en fuga que hizo con Albanese y Tagliani cuando el Giro de Italia abandonó Turín. El triunfo de Marengo es más prosaico, pero más bello. El ciclista italiano se pasó parte del confinamiento repartiendo helados en bicicleta para sus vecinos. El alcalde le dio permiso y Marengo, que recorría 70 kilómetros a diario, entregaba los encargos puerta a puerta. Era su entrenamiento, pero, sobre todo, la forma de colaborar con la comunidad. Pedaladas de solidaridad.

La idea surgió porque él y su chica querían compartir un helado. Trastearon en internet y allí comenzó todo. De lo digital a lo real. "Mi novia y yo queríamos comer un helado y mientras buscábamos en internet encontramos una heladería que hacía la entrega a domicilio. Así es como me pregunté si podía encontrar gente que necesitara a alguien para llevar las entregas. Hablé con el alcalde, que me dijo que era una buena idea, y así comenzó todo", explicó entonces Marengo.

Por las tardes, a la hora del Giro que no existía, que se había esfumado por la pandemia, Marengo completaba entre 20 y 30 entregas desde tres tiendas de Collegno. Eso le alcanzaba para despejar la mente y mantener el tono muscular. Así se alejó de las esposas de la bicicleta estática, del rodillo que convirtió a los ciclistas en hámsters durante el confinamiento. "Fue una de las razones por las que empecé a hacer estas entregas. Poder cambiar un poco las ideas y despejar la mente", expuso entonces Marengo.

A esa distopía que aún gobierna el mundo, pertenece el casco de Giacomo Nizzolo, decorado con el permiso que necesitaba el velocista para transitar entre los pueblos durante los entrenamientos en las semanas más crudas de la pandemia. Era el salvoconducto necesario para poder entrenar por Italia. Nizzolo lo lleva impreso en el casco por si los Carabinieri, los policías que visten de Armani, le piden explicaciones. Las disonancias y contradicciones de Italia, una tragicomedia.

En la ruta hacia Novara, ciudad natal de Giuseppe Saronni , el lugar donde Eddy Merckx se vistió de rosa por vez primera en el Giro, Marengo, Tagliani y Albanese abrieron la marcha. Una fuga sonora como el menú de un italiano o unos vinos de la Toscana. El pelotón se decantó por la marcheta, el solaz y la hamaca. Se impuso la cháchara y el relax. Del trío que abría el paisaje se desprendió Albanese poco después de asegurarse el podio como el mejor escalador. Albanese se ganó el arroz, el sustento de la economía de la zona.

Ganna sigue en el liderato

La cosecha del pelotón estaba más adelante. Tagliani y Marengo eran un pasatiempo. Los velocistas ensayaron la llegada en uno de los esprints intermedios que sirven para la maglia ciclamino. Gaviria fue el más veloz por delante de Viviani o Sagan. En realidad el colombiano fue el más listo. Viviani había confundido la pancarta con la de los 40 kilómetros a meta. Ganna, el líder, era ajeno a aquellos asuntos terrenales. El egregio italiano estaba rodeado de calma, el tejido que abrazaba a los favoritos, lejos del estrés de la crono inaugural del Giro. Sesteaba el pelotón en la mecedora. Descartados Marengo y Tagliani, despertó la carrera. Incluso Ganna se personó en un esprint bonificado al que se había asomado Evenepoel.

El líder, guardaespaldas de Bernal, impuso su jerarquía. Tres segundos para él, dos para el belga. Evenepoel está de vuelta. Animal competitivo. Era la señal. Incluso el sol salió a saludar en un día pintado al carboncillo. Los equipos de los favoritos se erizaron para proteger a sus líderes a medida que se desprendía el olor de la adrenalina del esprint, el aroma del vértigo y la velocidad. Una estampida. A ese debate se personaron las fauces de Merlier, Nizzolo, Viviani, Groenewegen, sancionado durante nueve meses por provocar la caída de Jakobsen, Gaviria, Ewan, lobos hambrientos, sedientos de gloria. Dorsales con pólvora. Explosivos. En Novara, se detonó el inesperado Merlier. Nadie pudo seguir el eco de su trueno.