En lo más doloroso de la pandemia, con elevadas cifras de muertes, hospitales colapsados, restricciones y una población confinada y angustiada, en el 10 de Downing Street, Boris Johnson y su entorno celebraban fiestas -difícil encontrar un día que no- en las que, considerándose intocable, entre trago y trago, el poder se le subió a la cabeza.En la era del marketing político, la demoscopia manejada por una mente imprevisible como la de Johnson resulta nefasta. Este despotismo de creerse invulnerable ocurre cuando a quien entona un discurso fraudulento lleno de sinrazón, despropósito, insolidaridad y confrontación, que saca a Gran Bretaña de la UE, en lugar de expulsarlo o exigirle sensatez, le ríen todas sus ocurrencias.Johnson piensa que la política no es el arte de gobernar sino la facultad de conservar el poder. Pero en el camino se le cruzaron unas cuantas juergas que ni sus partidarios le perdonarán. A veces el sistema engendra monstruos que, tras el estropicio, tiene que devorar.