Escocia y su derecho a decidir su futuro vuelven a poner sobre la mesa del análisis público el pulso entre legalidad vigente y normalización de la política. El Tribunal Supremo del Reino Unido ha rechazado el derecho unilateral del Parlamento de Edimburgo a convocar un referéndum de independencia en 2023. Con una interpretación meramente técnica de la legalidad vigente, la Justicia británica acredita la incapacidad de resolver escenarios de naturaleza política a través de los tribunales. La realidad de Escocia hoy es la de una mayoría independentista en su Parlamento cuya única posibilidad legal de manifestarse sobre su permanencia o secesión del Reino Unido pasa por un acuerdo político con el Gobierno de Londres como el que permitió celebrar el referéndum de septiembre de 2014. La ausencia de una Ley de Claridad complica sobremanera encarar el debate sobre la soberanía y su ejercicio en términos de libre decisión allí donde existen realidades nacionales no amparadas por la estructura de Estado pero sociopolíticamente arraigadas en la ciudadanía. El modelo canadiense, que define las condiciones para celebrar un referéndum de independencia de cualquier provincia del país, sigue siendo una herramienta factible pero dependiente de la voluntad política de las mayorías gobernantes. En Canadá, la hubo; en los Estados español o francés y en el Reino Unido, no. Pero amparar la negación de realidades vigentes en una legislación que no las contempla es la mejor forma de enervar desencuentros larvados. El nacionalismo escocés ha ganado fuerza tras la manipulación de la que fue objeto la ciudadanía en 2014, cuando se esgrimió contra la independencia la amenaza de quedar fuera de la Unión Europea para ser empujada posteriormente en esa dirección con el brexit. Un ejercicio de lealtad a la presunta adhesión voluntaria de Escocia al Reino Unido pasaría por que el gabinete del primer ministro británico, Rishi Sunak, acepte acordar con el escocés de Nicola Sturgeon las condiciones de un referéndum legal, como se hizo en el pasado. Para ello haría falta una convicción democrática por encima de la conveniencia política, de la que no hace gala el primer ministro, parapetado tras los tribunales y una normativa que se desentiende del problema y ampara la negación del diálogo.