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l que me conozca un poco sabe que mi postre preferido es la cuajada, mamia o gatzatu en euskera, elaborada con leche cruda de oveja, previa cocción y añadido del cuajo. Tan simple como sabrosa. No necesita de aditivos ni añadidos superfluos porque lo importante es el sabor de la leche con que nos deleitan las ovejas en una determinada época del año, tras los partos.

No es menos cierto que hoy en día tenemos cuajada durante todo el año puesto que algunos (pymes lácteas) la elaboran con leche pasteurizada, pero no se engañe, no tiene ni olor con la otra. Menos aún si es la cuajada industrial que algunas empresas lácteas elaboran con leche pasteurizada de vaca que, por supuesto, de partida ya es más barata que la leche de oveja, pero también más insípida.

En nuestra tierra, por otra parte, es típico comprar la leche cruda al pastor de referencia o al más cercano pero, al parecer, este placer (de los pocos que nos quedan) también se va a acabar con la aplicación del Real Decreto 1086/2020, cuyo enunciado recoge que es para flexibilizar disposiciones europeas en materia de higiene de la producción y comercialización de productos alimenticios, muy al contrario del objetivo previsible, la flexibilidad de los pequeños productores.

La aplicación de esta normativa complica este placer (número de análisis, plazos irreales de venta€) y lo encarece de tal forma que más de un pastor ya ha decidido arrojar la toalla.

Como decía, por si alguno no lo ha llegado a captar, la norma de flexibilización que se vendió a los cuatro vientos como algo fantástico para los pequeños productores y elaboradores no expulsa del mercado a los grandes productores ni a las grandes corporaciones, sino a los pequeños pastores que venden su leche de oveja directamente a particulares, bares, tiendas, etc. para la elaboración de postres tan sabrosos y tradicionales como la cuajada. En verdad, una pena.

Cuando las administraciones se ponen a regular algo, recurren a sus más altos funcionarios, que boli en mano derecha y lápiz en la izquierda, para demostrar lo estrictos que pueden llegar a ser y además, de paso, seguir ganando el favor de sus superiores, se empeñan en normativizar hasta el infinito. De tal forma que, a la postre, nunca mejor dicho, luego no hay nadie que pueda aplicarlo. Lo que es peor aún, ni la propia Administración es capaz de hacerlo cumplir.

Existe un dicho, fuerte con los débiles y débil con los poderosos, y algo similar ocurre en cuestiones alimentarias donde una quesería familiar se ve obligada a cumplir todos los condicionantes exigidos a la quesería mundial de turno a la que sí se le permitirá etiquetar su producto industrial con términos como artesanal, natural€ Y/o el ganadero de porcino y elaborador artesanal de chorizos que se ve obligado a cumplir las mismas normas de empresones cárnicos que ocultan o disfrazan su carácter industrial etiquetándolo con acepciones como natural, casero, etc.

El que no sepa de qué estoy hablando y a qué nos referimos cuando se propone una flexibilidad, no tiene más que viajar un poco, cruzar el Pirineo y adentrarse por las Galias para observar la flexibilidad y adaptabilidad (este palabro será trending topic en los próximos días) de sus autoridades en el momento de regular la producción, elaboración y comercialización de alimentos.

En vez de regular y normativizar tanto, e inventarse marcas y sellos que marean tanto al propio productor como al consumidor final, quizás sería mejor, más práctico sí, desde luego, que regulásemos menos, con más sentido común, aplicando una discriminación positiva hacia los productos de cercanía y, lo que verdaderamente importa, hacer cumplir la poca normativa generada, y finalmente perseguir los engaños y fraudes al consumidor con que tan frecuentemente nos invade la poderosa industria agroalimentaria que maneja a la perfección el marketing con el que nos hacen creer que es casera hasta la sopa producida en los cocinas industriales de los pabellones de la multinacional de marras. Ya lo dicen en decoración, ¡menos es más!

Ahora bien, hablando de normativas, estos últimos días me está llamando poderosamente la atención lo enraizada que tenemos la mentalidad urbana en el momento de regular cuando en las ordenanzas de uso de los caminos rurales de casi todos los municipios vascos, de más allá no hablo por total desconocimiento, hasta incluso en municipios eminentemente rurales se alude como uso especial de estos caminos el uso forestal.

Me explico. Muchos municipios aprueban una normativa de usos "especiales" de los caminos rurales, pero cuando entras al detalle, confiando que se trate de usos especialmente extraordinarios o chocantes en un entorno rural, compruebas que el objeto principal de la normativa no es otro que regular el uso forestal de dichos caminos.

Y yo me pregunto, ¿qué hay más natural e inherente a un camino rural que su uso para trabajos agrícolas, suministros de alimentación animal (pienso) y/o trabajos forestales? E incluso me atrevo a añadir, ¿por qué los vecinos rurales tienen que pagar una fianza por posibles daños cuando en la calle no se pide nada similar? Ahí lo dejo.

Lo vuelvo a repetir. Tenemos, empezando por mí mismo, la mentalidad urbana tan impregnada en nuestra cultura que hasta el lenguaje utilizado es reflejo de ello e incluso se nos hace extraño que alguien, aunque únicamente sea a modo de reflexión, ponga en solfa lo que la mayoría consideramos como lo normal. ¿Será esta la nueva normalidad?