a crisis económica mundial que ha provocado el COVID-19 y que ha puesto a Europa al borde de la recesión con una previsible caída del 2,5% en su crecimiento económico, dando por concluida una racha de seis años de incremento positivo, ha puesto al descubierto algunas deficiencias del modelo capitalista que han estallado con el brote de la epidemia, pero que más pronto que tarde iban a explotar.

Una de ellas, es el crash que han registrado las Bolsas de todo el mundo con desplomes históricos en el caso del Ibex-35 o de las últimas tres décadas como ha sucedido con el Dow Jones estadounidense y que puede tener su origen en un mercado sobrevalorado que disponía de una excesiva liquidez monetaria y que, a la primera contingencia no prevista, ha deshecho posiciones, casi de manera impulsiva, provocando situaciones excepcionales como la suspensión de la Bolsa de Nueva York en dos ocasiones durante esta semana.

Con esta reacción tan desorbitada que parece descontar el tiempo que se va a tardar en controlar la epidemia, los inversores han acelerado la recogida de beneficios de los últimos años y ganancias poco justificadas en el mercado de valores y evitar pérdidas, refugiándose en patrones más seguros como el oro y, menos rentables, como títulos de deuda pública, que les puedan permitir exigir a los respectivos gobiernos que, una vez más, dispongan de los necesarios recursos públicos para paliar sus pérdidas económicas.

Tampoco hay que desdeñar la enorme deuda pública que existe en Occidente, tras la Gran Recesión, lo que deja poco margen a los bancos centrales para seguir con la política monetaria que se ha aplicado hasta ahora, como se ha demostrado con las recientes e insuficientes medidas anunciadas por el Banco Central Europeo (BCE), presidido por Christine Legarde, con lo que solo queda aplicar una nueva política fiscal a partir del consenso de todos los países miembros de la Unión Europea (UE).

Las predicciones que apuntaban que este año iba a ser de crecimiento, aunque menor que el de los años anteriores, poniendo de relieve la delicada situación en la que se encontraba la economía han saltado por los aires con el COVID-19 haciendo realidad la teoría del cisne negro del ensayista y exoperador de Bolsa, Nassim Nicholas Taleb, que pone de relieve la existencia de acontecimientos muy difíciles de anticiparse y con tan elevado impacto que, cuando se producen, obligan a poner en cuestión todas las previsiones anteriores. El impacto de COVID-19 estaría en esa categoría como en el pasado lo fue la caída del Muro de Berlín y del bloque soviético en 1989, los atentados del 11-S en Nueva York en 2001 o la Gran Recesión de 2008 con la quiebra del banco Lehman Brothers.

La virulenta irrupción del COVID-19 ha sido la chispa que ha puesto patas arriba no solo al propio modelo capitalista, que se expresaba hasta ahora con una inundación de dinero barato en los mercados, unas bolsas con unas cotizaciones no justificadas y unas deudas públicas por todo lo alto, sino también ha puesto en evidencia una de sus bases más sólidas como es la globalización y su gobernanza, así como una Unión Europea que hace aguas por todas partes, al igual que ocurrió en 2008.

No tiene ningún sentido que existiendo instituciones con conocimientos y experiencias en este tipo de casos de pandemia como son la Organización Mundial de la Salud (OMS) y eje de una cooperación multilateral y coordinada, los países afectados hayan actuado de manera unilateral, produciéndose casos tan estrambóticos como el del presidente de Estados Unidos, Donald Trump que, después de decir que el virus era europeo y, por lo tanto había que cerrar las fronteras a los ciudadanos procedentes de ese continente, se vio obligado un día después a declarar la emergencia nacional en su país. O el grotesco e irresponsable primer ministro británico, Boris Johnson que parece creer que la insularidad del Reino Unido es el mejor antídoto para combatir el virus, sin que esté tomando ninguna medida de choque.

La crisis ha puesto en evidencia la forma desordenada con la que se han implementado las cadenas de producción globales que han hecho que Europa y Estados Unidos sean absolutamente vulnerables al suministro de bienes producidos en China, por lo que va a comenzar una relocalización de los centros de producción en sus países de origen o de su entorno más próximo. En este sentido, los avances tecnológicos pueden provocar una reducción de costes que aminoren la dependencia de China sin reducir nuestras capacidades de consumo y bienestar. Al aumento de salarios y nivel de renta en países como China, hay que sumar la pérdida de control de sectores estratégicos occidentales por la compra de empresas extranjeras, a lo que hay que añadir el avance tecnológico que tiene el gigante asiático en infraestructuras como el 5G. Ese escenario no pinta bien.

Asimismo, la UE ha vuelto a repetir los mismos errores de descoordinación y lentitud de respuesta que en la última recesión económica, que supuso, incluso, poner en peligro la propia supervivencia del euro. Una dolorosa prueba de ello, es que Italia haya tenido que recurrir a China que ha enviado a un grupo de especialistas y una importante cantidad de material sanitario para combatir el virus, mientras que Alemania restringía las exportaciones dentro de la UE de productos como respiradores.

Estamos igual que hace una década. Un grupo de países encabezados por Francia que defiende una política fiscal que mitigue el impacto de la crisis y, enfrente, la canciller alemana Ángela Merkel y sus vecinos que sospechan que esta demanda es un intento de relajar la disciplina fiscal y de forzar el trasvase de recursos presupuestarios del Norte al Sur. ¡Quo vadis Europa!