aranceles y más aranceles. Desencuentros y apretones de mano. Las idas y venidas de la guerra comercial que Xi Jinping y Donald Trump, presidentes de China y Estados Unidos, han escenificado desde marzo de 2018 han acaparado portadas en todo el mundo. Pero ¿qué hay detrás de este conflicto?

Una superpotencia establecida y una que aspira a lograrlo en plena pugna por el poder mundial o, como mínimo, por el pedazo más grande del pastel. Ya aconteció en el siglo XX, pero ahora el escenario principal es el Océano Pacífico y la competición se centra en la supremacía tecnológica.

El auge del Pacífico como eje central de la geopolítica global se cocinaba desde hace muchos años, especialmente tras la caída de la Unión Soviética y sus Estados satélite y con el crecimiento exponencial de las economías orientales a finales del siglo XX y principios del XXI.

Ahora, con iniciativas como las Nuevas Rutas de la Seda, Pekín trata de ganarse a la región, donde la influencia de EEUU es notable, especialmente en países como Corea del Sur, Japón o Taiwán, vecinos con los que China no guarda buenas relaciones.

"La guerra comercial solo es un factor. Hay una lucha por el poder entre una superpotencia establecida y una aspirante que quiere convertirse en la número uno y destronar a EEUU. El enfrentamiento es mucho más grave de lo que muchos piensan", explica Jean-Pierre Cabestan, profesor de Estudios Internacionales de la Universidad Baptista de Hong Kong.

En otras palabras: "Hemos entrado en una nueva guerra fría con China". El experto ve diferencias en que China está mucho más integrada en la economía mundial que la URSS, aunque también habla de un conflicto ideológico en el que China "ha iniciado una ofensiva contra lo que llama democracia occidental".

Aun así, otros analistas, especialmente de EEUU, prefieren calificarlo de competición comercial por una hegemonía en el futuro, que se enfocará en la ciencia y la tecnología, la economía, la política y la ideología.

Rivalidad ideológica Para Washington, la rivalidad va más allá y alcanza también el plano ideológico, al considerar que Pekín intenta crear un mundo a su imagen y semejanza, regido por valores diferentes a los de Occidente.

Pero conviene no olvidar que buena parte del ascenso meteórico de China en las últimas décadas se debe precisamente al apoyo de Estados Unidos, que le dio reconocimiento oficial (1979) y ayudó a paliar el efecto de las sanciones internacionales tras la matanza de Tiananmen (1989).

La débil China de entonces, con prometedores dividendos demográficos, se antojaba ideal para los líderes del liberalismo estadounidense de los noventa: "Estados Unidos asumió que China se convertiría en una economía de mercado y sería un amigo con el que pudiésemos trabajar, pero la gente ya no cree que China vaya a jugar de acuerdo a las reglas", reflexiona el profesor de Ciencias Políticas Eugene Gholz, de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

Durante mucho tiempo, en China se vio a Estados Unidos como un ejemplo a seguir para el crecimiento económico y otras áreas como la creación de una industria cultural capaz de generar un relato influyente en el exterior.

Ahora, los chinos reivindican el derecho a recorrer el mismo camino que en su día recorrió Estados Unidos para convertirse en una verdadera superpotencia. ¿Por qué si ellos lo han hecho no lo podemos hacer nosotros?, parecen preguntarse las caras visibles de la República Popular cuando denuncian el "doble rasero" de Washington.

"En el pasado, China era pobre y necesitaba inversión estadounidense. Ahora que no es pobre, ya no la necesita tanto como antes", apostilla el director de Estudios Americanos de la universidad shanghainesa de Fudan, Shen Dingli.

Pero los años del crecimiento milagroso en China son cosa del pasado, y pronto lo será también su época como "fábrica del mundo". A medida que los chinos se enriquezcan la competitividad de sus productos irá reduciéndose, y el yuan no podrá seguir siendo una divisa eternamente barata sin levantar suspicacias.

Las sospechas de Washington sobre Pekín van mucho más allá, llegando hasta los mismos cimientos del país: su defensa y su seguridad nacional.

En su último plan de ciberestrategia (2018), el Pentágono ya alertaba de que China supone, al igual que Rusia, un riesgo por sus "campañas persistentes", en las que erosiona la superioridad militar y la vitalidad económica estadounidenses con ciberataques en los que extrae "información delicada" de instituciones públicas y privadas.

El vicepresidente del Centro de Estudios Estratégicos, James Lewis, no duda en hablar claramente de robo de datos por parte de China, ya que "depende de economías avanzadas en Europa y Estados Unidos para obtener tecnología, así que o la compra o la roba". La balanza se inclina hacia esta segunda opción, asevera, especialmente en el último lustro, aunque los ciberataques comenzaron mucho antes.

De hecho, en los últimos veinte años ha habido unos 140 casos de espionaje chino contra intereses estadounidenses, según Lewis.

Para contrarrestar estas amenazas, el Pentágono aboga por operaciones en el ciberespacio para recopilar datos de Inteligencia y preparar a su Ejército ante un hipotético conflicto, así como por atacar a las fuentes de cualquier actividad "maliciosa" en la red.

Postura defensiva Mientras, Pekín insiste en que "nunca" ha apoyado pirateo alguno y que su postura en la guerra cibernética es puramente defensiva, aunque en un ensayo militar publicado en 2013 se reconocía que los robos de información eran las actividades "más frecuentes" en la pugna en la red.

En ese libro, la Academia de Ciencias Militares -adscrita al Ejército- habla de "hacer que la disuasión cibernética sea similar a la disuasión nuclear" para que los poderes mundiales que cuenten con capacidad de ataque no se atrevan a emplearla.

No obstante, Pekín se ve en desventaja debido a que todavía depende de la tecnología de otros países para controlar las redes.

Esta dependencia asusta en China, y algunos analistas especulan con la posibilidad de que Estados Unidos imponga un embargo tecnológico: "Las consecuencias serían devastadoras", afirma el reputado economista chino Xu Chenggang, quien detalla que el crecimiento de China en los últimos años se debió principalmente a la asimilación de tecnologías provenientes de Occidente.

En su opinión, China lo tendría muy difícil para hacer frente a esa situación a corto plazo debido a que todavía no es tecnológicamente autosuficiente, y señala que todo depende de si es capaz de ganarse la confianza de las economías desarrolladas para seguir apuntalando su crecimiento.