¡Bravo, Van der Poel! Hay corredores que suscitan una simpatía natural, que es más que una simpatía deportiva, específica, de la que nace al verlos desplegarse en el oficio ciclista, al verlos entregados, sacrificados, dándolo todo. Esa simpatía es algo más, porque en ella vemos también reflejados los valores que estimamos para la vida: el no escatimar esfuerzos para una acción común cuando es justa, el dar la cara, el no esconderse, en entregar hasta el último hálito de fuerza por una pasión, una causa. Es el caso del holandés Mathieu Van der Poel, nieto de Poulidor, hijo de Adrie, con el ciclismo en las venas, que venció en la Vuelta a Flandes No escatima un relevo, no disimula una falsa debilidad, se retuerce sobre los pedales para no perder la rueda de Pogacar, mejor escalador que él, en las duras colinas del recorrido, cortas pero de gran pendiente y con la dificultad añadida del pavés. Si a ese pundonor se añade que ha padecido un difícil comienzo de temporada, y una temporada de ciclo cross en blanco debido a una lesión que se ocasionó al caerse en la prueba de mountain bike de las Olimpiadas, la simpatía se acrecienta. Y parece combinarse con la justicia poética.

Hay rivalidades para las que el destino parece esquivo. Es lo que está ocurriendo con la presumible lucha de esta primavera entre los dos colosos: Van Aert y Van der Poel, los más dotados para las clásicas. En las primeras pruebas flamencas, las históricas E3 Harelbeke y Het Nieuwsblad, se impuso Van Aert, con la ausencia de Van der Poel, aún convaleciente. Ayer, cuando nos prometíamos una Vuelta a Flandes de infarto por su competencia, se ausentó Van Aert, enfermo por el covid. Que nos avisa para que no bajemos la guardia, que sigue ahí, agazapado, aguardando su oportunidad.

Sin Van Aert en la carrera, fue Pogacar quien asumió el papel de gran rival de Van der Poel. Y lo hizo de maravilla. Aprovechando su condición de mejor escalador, y no acusando el pavés de las cotas flamencas, hizo la selección sin atacar. Poniendo un ritmo alto en las subidas, intensificándolo hasta dejar a su rueda un puñado de elegidos. En el viejo Kwaremont, penúltima cota, apretó de nuevo los pedales, sin levantarse del sillín, para quedarse sólo con Van der Poel. En la última subida, el Paterberg, intentó dejar al nieto de Poupou, pero éste, digno sucesor de su abuelo, que se pegaba a rueda como nadie, resistió, para vencerle al esprint, donde Pogacar pecó de oportunismo. Ansiaba ganar esa carrera, y la única opción que vio fue la de esperar a que Van der Poel lanzara el esprint, a que gastara las escasas fuerzas frente al aire, para remontarlo. Pero esperó tanto que se le echó encima una pareja, llegando desde atrás, despojando al campeón esloveno del podio, lo que le enfadó mucho. Sin razón, pues no medió nada irregular.

Merece la pena contar la historia de esa última cota de la carrera, el Paterberg, porque resume muy bien la afición, la pasión con la que se vive el ciclismo en Flandes, y la conexión del ciclismo con la cultura popular. El Paterberg no existía antes de 1986, no era una de las cotas míticas de la carrera. Pero un campesino de esa zona por donde transcurría el final de la prueba, deseoso de que la carrera pasara por su terreno, se ocupó de pavimentar con adoquines el ascenso a esa colina de 360 metros de longitud y pendiente del 13 %, convenciendo después a los organizadores para incluirla en la prueba; convirtiéndose desde entonces en el juez final. Es otro clásico, otro mito inventado, reciente. Conviene saber estas cosas.

Parece que todas las pruebas ciclistas que aspiran a ser la carrera del país, la carrera por antonomasia de un territorio, emblemática, y por tanto a representarlo, con sus valores de país, su idiosincrasia, cultura, más allá del deporte; y adoptan el mismo nombre Vuelta, en el idioma respectivo. Así, el Tour de France es el Tour, el Giro de Italia es el Giro, la Vuelta a España la Vuelta, la vieja Vuelta al País Vasco, la Itzulia y la Vuelta a Flandes, De Ronde; y todas significando lo mismo. Se trata de una manera de construcción nueva del imaginario, de la leyenda, que busca un eco con una sonoridad más exclusiva en el lenguaje.

En estas semanas, entre la Milán-San Remo y De Ronde, junto a las victorias comentadas de Van Aert, ocurrió otro éxito destacable, por su significado de futuro: el triunfo del eritreo Biniam Girmay en otra clásica belga, en la Gante-Wevelgen, y no ganó por un descuido de los favoritos, a lo Walkowiak, sino con autoridad. Es el primero de un corredor del África negra en una gran clásica, y anticipa éxitos futuros. Solo hace falta que se popularice allí el ciclismo, que los niños tengan bicicletas, ayudas, entrenadores, clubs, que se desarrollen económicamente esas sociedades. De todo ese gran continente, del África negra, es Eritrea donde el ciclismo tiene más desarrollo, quizá debido a las huellas de la influencia colonial italiana, un imperio de bicicletas. Y yo, que fui niño ciclista, me pregunto: ¿Cuáles son los sueños ciclistas de un niño africano, de un niño eritreo?