inalizaron las carreras de las Ardenas y toca hacer las maletas. Las clásicas belgas que hemos disfrutado durante dos semanas, Flecha Brabanzona, Flecha Valona, Lieja-Bastogne-Lieja, más la incursión en la vecina Holanda para la Amstel, marcan un fin de ciclo cada temporada. Un tipo de ciclismo duro, áspero, con una climatología generalmente fría y desapacible, se acaba y da paso a otro distinto, el de las grandes vueltas. Quizá este ciclismo de las clásicas sea el que mejor mantiene el sabor del ciclismo originario, pionero, donde más que un deporte era un escenario para la gestas del hombre, descubriendo vías, pasos de montañas, probando sus límites físicos. Un ciclismo, como dije alguna vez, de expedicionarios más que de atletas. Y el paso por ese territorio belga, lleno de trampas en forma de duras colinas, con pasos adoquinados, y largas distancias, lo preserva, a pesar de los avances técnicos en las bicicletas, de la preparación física de los ciclistas.

La Lieja-Bastogne-Lieja celebrada ayer bajo un sol radiante, mostró, de nuevo, una lucha intergeneracional. En el quinteto de corredores que se escaparon en la última cota, demostrando ser los más fuertes, y que se disputaron la victoria, estaban: el veteranísimo Valverde, el maduro Alaphilippe, y el joven Pogacar, que fue quien se llevó el triunfo en un apretado sprint sobre el maillot arcoíris del francés.

La Lieja tiene el prestigio de ser la clásica más antigua del calendario, y por eso la llaman La Decana. E igual que el Tour o el Giro, fue inventada por un periódico, L'Expresse, con el fin de vender más ejemplares de su diario. La primera edición se celebró en 1892, para aficionados, y dos años después, en 1894, pasó a ser disputada por profesionales, tal y como se entendía entonces este término, que nada tiene que ver con el actual, pues nadie podía vivir exclusivamente de la bicicleta. Y en tantas ediciones se han producido muchas anécdotas jugosas. Mis dos preferidas no se remontan a los tiempos de las bicicletas primitivas, sino que acontecieron en el ciclismo moderno, parecido al actual.

La primera sucedió en 1957, cuando la carrera tuvo dos ganadores. El belga Derijke iba escapado y se encontró con un paso a nivel bajado, algo que se veía hasta hace muy poco tiempo. En lugar de esperar, lo pasó temerariamente bajo la barrera y llegó el primero a la meta. El que encabezó a los seguidores, que no se habían saltado el paso a nivel, fue el también belga Schoubben. Ambos fueron dados como vencedores.

La otra sucedió en 1980, y fue una de las carreras más salvajes y dantescas, a la altura de la etapa del Gavia, en el Giro de 1988, bajo la nieve. Volvió el invierno a las Ardenas y durante toda la mañana no dejó de nevar. En las cotas había más de cinco centímetros de nieve. A falta de 80 kilómetros, Hinault, aterido de frío, atacó en cabeza, para entrar en calor, para sobrevivir, como él diría después. Y se marchó solo hasta meta. El segundo, Kuiper, llegó a 9'24" minutos. De los 174 ciclistas que tomaron la salida sólo finalizaron 21. Las congelaciones que sufrió en las manos tardaron tres semanas en curarse.

Bélgica comparte con nosotros, los vascos, una gran afición por el ciclismo. Aunque a favor de los belgas hay que decir que allí el ciclismo es el deporte más popular, por encima del fútbol. Y aquí no, aquí está muy por debajo del deporte del balón. Quizá sea el único país del mundo donde esa afición está en primer lugar. En Holanda, otro país de gran tradición, pasa como aquí, está por debajo del fútbol e incluso del patinaje sobre hielo. Otra similitud con los belgas es, salvando las distancias, la del tipo de corredor que aquí y allí se forman. En general, dejando aparte a Merckx y a Induráin, son corredores de media montaña, correosos, guerreros, pero no los más aptos para las grandes vueltas. Les sobran siempre los puertos muy largos. Quizá es por la orografía quebrada, de ambos territorios, dura, pero sin grandes colosos como los pirenaicos o alpinos, y los corredores, desde jóvenes, se van forjando en un tipo de esfuerzos.

Esta semana, en medio de las carreras valonas, el 23 de abril, se celebró el día del libro. Reflexioné sobre el binomio entre ciclismo y literatura, y pensé que no existe todavía esa gran novela que refleje el mundo del deporte de la bicicleta, con sus luchas, sus sinsabores, sus claroscuros, sus infiernos; donde ciclismo, vida y época histórica estén atravesando sus letras. Lo que hay, no da la talla, a mi modo de ver, salvo en algunos momentos puntuales de tino y belleza, como el del ciclista en Obaba, de Bernardo Atxaga. Aún nos falta esa novela que lo comprende todo. Muchos acontecimientos históricos tienen su gran libro: la Guerra Civil Por quién doblan las campanas, de Hemingway; la resistencia italiana Los senderos de los nidos de araña, de Ítalo Calvino; la revolución rusa Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed; la Alemania de entreguerras Berlín Alexanderplatz, de Doblin; y pienso que el ciclismo, con su épica, su historia, tiene la dimensión de un gran acontecimiento, que guarda esa gran obra aún por escribir. Lo que me anima a seguir intentándolo.

A rueda

Quizá este ciclismo de las clásicas sea el que mejor mantiene el sabor del ciclismo originario, donde más que un deporte era un escenario para la gestas del hombre