De espaldas al Mar del Norte, con la playa de Knokke Heist como recordatorio del verano que a punto está de capitular pero aún respira antes de que las hojas del otoño alfombren el suelo, se dispuso la rampa de despegue de la contrarreloj del Mundial con destino a Brujas. El centenario de la carrera arcoíris latió en Flandes, Bélgica, uno de los corazones del ciclismo. Se expandió el de Wout Van Aert, el prodigio belga, jaleado por la algarabía, loca por uno de sus ídolos; un tipo capaz de coronar el Ventoux, conquistar el esprint de los Campos Elíseos y marcar el tiempo en la crono final del Tour. Van Aert plegó el reloj en medio de los vítores de una afición sin mascarilla que gritaba con entusiasmo.

Voló el musculado y apolíneo belga. Detuvo las manecillas en 47:53 sobre un trazado de 43,3 kilómetros. En la planicie se disparó. Una bestialidad. Viajó por el tiempo. Fue muy rápido, pero no lo suficiente. El tiempo pertenece a Filippo Ganna. El campeón en curso destrozó el reloj, registró un alucinante 47:47, y silenció a Bélgica, que se quedó a un palmo del título. Apenas un tarareo separó el oro de la plata. Van Aert, que marcó las mejores referencias, le discutió el triunfo al campeón hasta los estertores. El italiano, en un ejercicio extraordinario, limó la desventaja y elevó el puño al cielo tras mejorar en 6 segundos el registro de Van Aert y en 44 el de Remco Evenepoel, otro portento belga. A los dos los despachó Ganna, que se hospedó otra vez en el hotel de las estrellas, el de las menores vistas. En el Olimpo. Dios del tiempo. Chronos.

La bandera de Evenepoel, musculado, compacto, fuerte y ambicioso, fue el hito que aceleró a los más grandes especialistas: tipos altos, rascacielos a pedales, culturistas del reloj. Coceadores de pedales. Caballos salvajes, desatados. A esa estirpe pertenecen Wout Van Aert, Stefan Küng y Filippo Ganna, el campeón que defendía su arcoíris y que siguió pintando el reloj de todos los colores. Tony Martin fue rey de la dinastía cuatro veces. El alemán apagó su historia. Tiempo pasado. El de Ganna subraya el presente y enfoca el futuro, sobre todo después de regenerarse tras un Europeo decepcionante, lejos de su pose de mantis religiosa. Küng, campeón de Europa, perdió el engranaje. Se fue ahogando.

Su reloj se retrasó en la apnea del segundo tramo, donde Van Aert, sudor y baba, al límite, y Ganna, que se fue agigantando, se esposaron en menos de un segundo, en un chasquido de 84 centésimas a diez kilómetros de la gloria. Observaba el duelo Evenepoel, que tamborileaba la espera en el trono de tiempos. Resopló el joven belga, el referente desde que asomara en Brujas, cuando Asgreen, el danés, se trastabilló un par de segundos. El tiempo de la última medalla. Por ahí se coló la sonrisa de Evenepoel. El belga era de bronce. Van Aert y Ganna picaban piedra con frenesí. Fiebre amarilla para encontrar la veta de oro. Sin perdón. A todo o nada. El belga, el ciclista total, brotó en las calles de Brujas con el redoble de tambor de la emoción y el oleaje de la afición belga empujándole en la desembocadura. Van Aert paró el reloj y se sentó en el suelo para recuperar el resuello. No le dio tiempo a acceder a la silla, donde aguarda el destino. Cuando se quitó el casco y giró la cara, el italiano alzó el puño de la felicidad. Otra vez campeón del Mundo contrarreloj. Filippo Ganna no se baja del arcoíris.