a Vuelta ha puesto el broche de cierre a esta extraña temporada de la pandemia, donde, a pesar de todo, se pudo mantener una parte del calendario de pruebas ciclistas, lo que ha supuesto un alivio, un oasis que nos ha permitido respirar libertad, entre tantas renuncias, prohibiciones, pérdidas. No podemos movernos, pero al menos, con el ciclismo, hemos podido viajar imaginariamente, ver otros lugares, bellos paisajes, y soñar con lo que haremos después. En estos artículos he querido mantener este estímulo por conocer los lugares que nos enseñan las carreras, por descubrir las historias que esos sitios encierran. Algo que posibilita la bicicleta, con su velocidad amable, que deja ver, sentir, aprehender lo que se atraviesa, y que en este tiempo multiplica su efecto. Nos deja un sabor agridulce de lo que no ha sido pleno, quedándonos algo insatisfechos, a pesar de que nuestra conciencia entienda que era lo único posible. Y esa insatisfacción agita nuestra curiosidad hacia la próxima temporada, que esperamos sea completa, libre del covid. Una intensa curiosidad por comprobar si se ratifican los nuevos fenómenos que han despuntado, los jóvenes Pogacar, Bernal, Evenepoel, Hirschi, Van der Poel, Van Aerts. Y por el desenlace de su pugna, en condiciones de normalidad, con los ases consagrados, Roglic, Alaphilippe, Thomas, Froome. No recuerdo otro tiempo cercano tan plagado de figuras de alto nivel, con tanta igualdad, así que el 2021 promete ser el escenario para unas batallas ciclistas extraordinarias.

Ahora tocaría desmontar la bici. Es lo que se hacía en mis tiempos. Cuando la temporada se acababa, se desmontaba la bicicleta, pieza por pieza, y se metían todas en recipientes con petróleo, para desengrasarlas bien. Hasta enero, cuando se volvía a montar. No se cambiaba de bicicleta cada año, salvo los profesionales. La bicicleta se iba mejorando poco a poco, se iban sustituyendo las piezas que se rompían, que se desgastaban, o se sustituían algunas por piezas mejores o más ligeras que aparecían en el mercado, piñones, cambios, frenos, sillín, o incluso el cuadro, pero entonces se mantenía el resto. Nunca desaparecía del todo la esencia de tu bici.

Era un rito cada año, que, cuando andaba bien, me asustaba. Me daba miedo dejar la bici de golpe, no tocarla, y no ser capaz de recuperar en la nueva temporada el golpe de pedal. Esa sensación de volar, de ir "sin cadena", el estado de gracia, que se adquiere con el entrenamiento, pero cuyos caminos para lograrlo son inextricables, no plenamente científicos. Uno entrena tanto, y logra un estado de forma. Pero hace lo mismo en otro momento y no obtiene los mismos resultados, la misma recompensa. Siempre tenía ganas de terminar, pero me daba miedo. Y algo así pienso que deben sentir ahora los corredores, con el cierre del ciclo. Excepto los que sufrieron caídas y desgracias. Un miedo a perder lo conseguido sobre la bici, parecido al que se siente ante un amor entrevisto, tocado, o abrazado, pero del que tenemos que alejarnos por un cierto deber. O un amor de verano, del que nos separamos. Intercambiamos las direcciones, los teléfonos, pero temblamos ante lo que supondrán los cambios, el alejamiento, porque, aunque nos fiemos de la persona, no lo hacemos nunca de la vida, que es capaz de agarrarnos y llevarnos a su antojo. Ese miedo sentía yo al desmontar la bici. Un temor experimentado, porque después costaba mucho volver a lo que uno dejó, a lo que uno fue, aunque a veces se conseguía.

La actividad continua, sin descanso, en cualquier campo, no es posible. Es necesario detenerse, desahogar los músculos, el cerebro, para que se reanimen, pero tiene sus riesgos. Entonces se llevaba el parón radical, ahora se estila no dejar del todo la bicicleta, seguir montando relajadamente. Me parece más adecuado, para que la memoria del esfuerzo, la memoria mental del sacrificio, tan importante en el deporte, no se olvide o desvanezca. Aunque hay transgresores. Hace poco leía una biografía sobre el gran atleta Emil Zatopek, la locomotora checa, que ostenta el Tambor de Oro de Donostia, que ganó el cross de Lasarte en 1958, y que venció en los Juegos Olímpicos de Helsinki en tres modalidades, 5.000 metros, 10.000, y maratón. Zatopek era la muestra de un sistema sin descanso. Nunca paraba, su método era entrenar diez veces más que los demás, además de trabajar en la fábrica de zapatos Bata, y luego en el ejército. Correr cada día del año sin parar, y esforzarse en cada entrenamiento al máximo. Decía que el dolor, cuando dura mucho tiempo sin interrupción y es muy intenso, acaba por no sentirse. Nadie daba un duro por Zatopek al principio, por estilo desgarbado, "un hombre que corre como nosotros" dijeron de él, pero su método de sacrificio le llevó muy lejos. No se limitó a soñar sus sueños, hizo todo lo posible, cada día, porque se convirtieran en realidad. No sé qué es mejor, si el método de Zatopek, o desmontar la bici. Siempre está el riesgo, del cansancio, del abatimiento, o el de la pérdida de la memoria. Es un momento clave de la realidad de un ciclista. Por delante, en el largo invierno, le queda soñar, pero no existen fórmulas para acertar con el camino para no extraviar sus sueños de pedaladas y victorias.

A rueda